martes, agosto 30, 2005

Acerca del Silencio

Introducción

“Amable y silencioso ve por la vida, hijo
amable y silencioso como rayo de luna
y en tu rostro, como flores inmateriales,
florecerán las sonrisas”

Amado Nervo

Para la mayoría de las personas, confrontarse con el silencio en cualquiera de sus manifestaciones suele ser una experiencia perturbadora. En el hombre contemporáneo, la noción de silencio evocada en forma más frecuente e inmediata, es aquella que está grabada en lo profundo de su castigada memoria sonora. Quien más, quien menos, casi todo el mundo ha vivido situaciones traumáticas caracterizadas por la represión de sus manifestaciones vitales más sonoras.

Irónicamente, esta vulgar y multiplicada noción de silencio que los humanos compartimos no surge de la quietud, sino del alarido, y está generalmente asociada a experiencias restrictivas vividas desde muy temprana edad. Es precisamente en estas situaciones represivas — tendientes, todas ellas, a mitigar el pánico al caos y el desorden que reina en nuestra civilización— donde podemos advertir el origen de esa incomodidad frente al silencio que es tan común en nuestra cultura. Desde los antípodas de su cauce natural —ya sea surgiendo de las cuerdas vocales de mamá o papá, o de la garganta trémula de nuestras maestras y preceptores— el silencio es invocado a los gritos y se nos va imponiendo, históricamente, como frontera de la expresión y paradigma de la incomunicación, la impotencia y el confinamiento.

Frente a este panorama, resulta evidente que una reivindicación del silencio como experiencia integradora de la identidad humana implica redefinirlo. Penetrarlo con una mirada más amplia, que nos permita desentrañar su origen y liberarlo de todo el lastre semántico que le fue impuesto por la dimensión trágica de nuestra cultura. De otro modo, ese contenido traumático que por lo general acompaña a las experiencias silenciosas, seguirá despojándolas de toda sutileza interactiva, objetivándolas, separándolas de lo experimentado, y transformándolas en vivencias disociadas; un silencio estéril que, habiendo perdido su naturaleza vital, se convierte en la manifestación de un estado de profunda confusión interior. El compositor y guitarrista británico Robert Fripp lo expresa del siguiente modo: "Algunos encuentran el silencio insoportable porque tienen demasiado ruido dentro de sí mismos. En mis cursos, antes de empezar a tocar, hacemos treinta minutos de silencio. Algunos estudiantes se levantan y se van porque no pueden aguantarlo. Pero se olvidan que cuando la música toma vida, el silencio siempre está cerca".

El silencio vital

“Pero porque pido silencio no crean que voy a morirme
me pasa todo lo contrario, sucede que voy a vivirme”

Pablo Neruda

Revalorizar el silencio como experiencia vital holística y redefinirlo como una presencia plena de sentido, que incluye sonidos orgánicos de naturaleza espontánea, reviste, sin dudas, cierta audacia revisionista.

En su versión más conocida y desnaturalizada, el silencio está siempre atrapado en la dialéctica de "lo de dentro y lo de fuera". Es esta suerte de disección —este descuartizamiento, como le gusta decir a Gastón Bachelard— lo que le infunde su carga de ansiedad. No es, en realidad, un verdadero silencio. Se trata más bien de un grito abortado.

Esta percepción parcial y distorsionada del silencio se evidencia claramente en los adjetivos que con mucha frecuencia se usan para describirlo. Expresiones como: impenetrable, asfixiante, denso, sólido o cortante, nos hablan a las claras de un silencio experimentado como algo infecundo. “No me agrada esta calma, este silencio muerto, sin carne, puro hueso.” dice un poema de Oliverio Girondo.

Investigar la raíz etimológica de la palabra silencio nos permite descubrir aspectos poco difundidos en su acepción peyorativa más frecuente y generalizada.
Efectivamente, la definición de los diccionarios de la lengua española se encuentra más cerca de un silencio fértil, capaz de revelarnos la estructura sensible de lo viviente, que de ese perfil sombrío que describíamos anteriormente.

En ninguna de las obras consultadas, tanto enciclopédicas como etimológicas, se define al silencio como ausencia de sonido, sino de ruido (Silencio, del Latín, Silentium: falta de ruido). Resulta interesante observar que el ruido (del Latín, Rugitus: sonido inarticulado y confuso, estruendo, alboroto, discordia) es señalado como una categoría del sonido y es ésta la que está excluida del silencio. Como Robert Fripp señala: "El silencio es una presencia muy tangible que a veces nos visita. Estamos acostumbrados a pensar en el silencio como la ausencia de sonidos. La calma podría ser la ausencia de sonidos. Pero el silencio es una presencia de una gran riqueza".

A partir de estos elementos, no resulta demasiado arriesgado ni pretencioso intentar re-definir al silencio como una experiencia orgánica y vital de naturaleza apacible que, a diferencia del ruido (cuya otra definición es: apariencia grande en aquellas cosas que en realidad no tiene substancia) surge siempre como expresión de plenitud.
Podríamos decir, entonces, que el silencio vital es aquél que nos revela la estructura sensible de todo lo viviente. Según afirma el filósofo Alan Watts: "Nos han enseñado que ir junto a lo natural, seguir la línea de menor resistencia, es algo indigno del hombre; pusilánime, un acto de debilidad totalmente incorrecto. Todos fuimos educados para ser enérgicos y agresivos, para emplear la fuerza".

"El mundo es sensible —dijo en alguna oportunidad Cesar Wagner parafraseando a Merleau-Ponty— no es un mundo de objetos". Y es precisamente esta enajenación denunciada por Watts, esta desvinculación de nuestra sensibilidad originaria la que nos lleva a manipular la naturaleza, desviando su cauce silencioso y generando la grotesca estridencia del mundo contemporáneo. Es probable que aprender, o tal vez reaprender a vincularnos con un silencio vibrante de contenidos, represente un acto de desprendimiento y por consiguiente, un ejercicio de humildad. La paradoja está planteada en la enorme generosidad que revela su presencia inasible. No podemos controlarlo o distorsionarlo como hacemos con el sonido ya que el silencio posee una autonomía que sólo admite entrar en resonancia. Esta complicidad con lo sutil ya fue narrada por Lao-Tsé en el Canto XIV del Tao-Te-Ching: "Aquello que miramos y no podemos ver, es lo simple. Lo que escuchamos sin oír, lo tenue".

Silencio y vacuidad

“¿Qué sería de la lluvia,
de esa insípida verticalidad
con su remedo de melancolía intermitente,
si ese silencio primal que deambula por tu orilla
no le besara las perlas;

delineando en el vacío su destino de guirnalda?”
Carlos Pagés

Occidente —y en cierta medida el oriente de los últimos cincuenta años— podría definirse como una civilización en la que prevalece el culto a la exterioridad, es decir, a todo lo que es deliberadamente explícito y manifiesto.

Fuertemente influenciada por el dualismo cartesiano y los viejos paradigmas la ciencia, la cosmovisión occidental parece orientada a fundamentar su existencia —y junto a ella, la modalidad perceptiva de toda experiencia— mediante la selecta aprehensión de algunos pocos y determinados aspectos de la realidad. Esta selectividad, que ha sido durante mucho tiempo la base epistemológica de las ciencias positivas, proviene de un sistema de valores que al cristalizar la percepción en su vertiente sensorial, fijándola en el tiempo y poniéndole coordenadas a los sucesos, prefigura el mundo de lo material, el mundo de las formas, las figuras y los objetos.

En el largo desarrollo histórico del arte occidental (tanto en el campo plástico como en el musical) las figuras tuvieron siempre un rol prevaleciente por sobre la configuración global. Durante siglos, el arte figurativo de occidente ha ido tiñendo nuestra percepción atribuyéndole a las mismas valores excluyentes. Es sumamente difícil, por no decir imposible, poder ver en estas obras el espacio como una forma en sí misma, con atributos propios. En todas las pinacotecas de este lado del mundo, el espacio carece de vitalidad porque no ha sido tratado como tal, sino como un simple soporte para el lucimiento de la figura. Se ha perdido, en este arte, el poder sugestivo de lo no manifiesto, dando lugar a una expresión fragmentada, en donde el objeto se define a sí mismo. Según el psicólogo George Leonard: "Para la mayoría de los miembros de nuestra cultura, la visión normal equivale a centrar los ojos en entidades o formas específicas, dotándolas de forma, un significado cultural y un nombre. Este tipo de visión es básicamente analítica y ejerce la labor de separar las figuras del fondo en el que puede decirse que existen, de crear objetos y de trazar límites definidos entre los mismos".

De manera análoga a lo expresado por Leonard, en el campo musical ocurre algo semejante. Más allá de cual haya sido la intención original de los compositores, en la ejecución de cualquier obra del vasto repertorio de occidente puede apreciarse que el silencio es considerado apenas un signo en el pentagrama; "una nomenclatura que sirve para representar la interrupción o ausencia del sonido" (Enric Herrera, teoría musical y armonía moderna); es decir, un simple punto de articulación entre las notas; algo parecido a la nada, cuya existencia virtual se encuentra despojada de valores musicales. Naturalmente, del otro lado de la onda sonora el panorama es el mismo, ya que escuchar un pasaje musical percibiendo la estructura silenciosa representa, para los oídos occidentales, una dificultad similar a la de ver, en un fondo, la figura.

La percepción que los orientales tienen del espacio, el silencio y el vacío
difiere substancialmente de la nuestra. Para ellos, estos conceptos no
representan una ausencia, sino una presencia de otro orden. "Los pintores
taoistas —dice Luis Racionero-— tratan el espacio como un factor positivo; no
como algo que queda por llenar y sobra, sino como el seno materno de las
formas, el manantial preñado de potencia de donde, por la danza vital de la
energía, nacen todas las formas... el espacio es el elemento principal en
estos cuadros. Es muy difícil pintar el espacio, porque es pintar el vacío;
sin embargo los artistas chinos saben la manera de hacernos ver sin pintar,
igual que los poetas sugieren sin decir".

A diferencia del hombre occidental que, en su visión inmanente, se consuela con la escasez y las inevitables restricciones de lo manifiesto, la perspectiva oriental nos reconcilia con un vacío fértil abundante de posibilidades; con un silencio saturado de músicas desconocidas. No hay aquí una polarización que nos llevaría a trasladar valores de la figura al fondo. Hay una riqueza que surge de la integración en la que ambos, silencio y sonido, se definen mutuamente en la reciprocidad del encuentro.

Según Lao-Tsé: "Todas las cosas del mundo provienen de la existencia, y la existencia de la no-existencia". Luis Racionero, por su lado, nos invita a visualizar lo consubstancial con la fuerza e intensidad de una epifanía: "Esta sensibilidad hacia el no ser, esta captación del vacío como algo tan real como las formas, esta culminante percepción del punto quieto donde el vacío genera la forma, donde el ser y el no ser se llaman, es el centro de la cámara del gozo supremo buscado y hallado por los catadores de silencio. San Juan de la Cruz, que estuvo allí, nos habló de él como la música callada..."

El silencio musical

“Tu haces el silencio de las lilas que aletean”
Alejandra Pizarnik

El silencio es, claramente, una experiencia musical y resulta prácticamente imposible hablar seriamente de música sin mencionarlo. Casi podríamos decir que la más extraordinaria maestría en materia musical, es aquella que nos conduce a ese momento crucial en el que cualquier ejecución cede paso frente a su monumental presencia.

Con la música grabada ocurre algo similar, ya que la mayoría de los esfuerzos dedicados a la investigación y el desarrollo de una metodología que incluya el uso de la música arriban, invariablemente, a esa instancia en que los aparatos de sonido y los discos se muestran impotentes para conquistar una altura emotiva que posea la intensidad, veracidad y transparencia del silencio.

Comprendido como una experiencia culminante y no como un origen incierto, el silencio es, probablemente, la mayor conquista musical ya que en él están contenidas todas las músicas posibles. Esta observación no se apoya sólo en el sentido metafórico del vacío germinal utilizado por el zen (aunque nada más alejado del silencio que ese vacío estéril en el que toda voluntad creadora resulta insuficiente) sino en su capacidad para auto-generarse dentro del propio clímax expresivo.

Este silencio musical del que estamos hablando no sólo participa estructuralmente de la música, sino que surge como respuesta inequívoca cuando la manifestación de esas fuerzas musicales en las que está implícito adquiere una magnitud extraordinaria. Dicho de otro modo, el silencio es ese espacio rico y vibrante de completud que se genera cuando los sonidos han dado ya todo de sí; cuando los matices, timbres y coloraturas expresaron todo su potencial y pasan entonces a organizarse en una nueva dimensión. Es por eso que este silencio musical es, repetimos, una experiencia culminante. Un ordenamiento diferente que solo es susceptible de ser percibido mediante lo no-racional; es decir, mediante esa sintonía sensible que nos convierte a nosotros mismos en materia silenciosa. El poeta y ensayista Santiago Kovadloff susurra al respecto: "Es al contenido de esa intensidad reacia a las definiciones, incalificable por lo tanto y a la vez abrasadora, tal como aflora melódicamente, a lo que yo llamo silencio musical. Presencia inequívoca y al unísono indiscernida, la música penetra en el silencio y se nutre de él. Lo absorbe, lo asimila, lo transforma y lo devuelve. Ella es la prodigiosa entonación de lo inefable en la que el hombre, convertido en oyente, puede reconocer su fibra más honda: la que lo inscribe en el devenir y hace de él realidad de un instante".

Si bien la percepción del silencio como un componente crucial en la estructura musical fue vivenciada a través de la historia por algunos visionarios, recién fue adoptada de un modo más general durante el transcurso de este siglo.

A partir del encuentro con las corrientes musicales de oriente comenzada por los impresionistas a fines del siglo XIX, el panorama de la música en occidente se vio enriquecido con la incorporación de pausas y climas sonoros que, hasta ese momento, no habían recibido un tratamiento cuidadoso ni investigados en profundidad. Este cambio fue de trascendental importancia ya que a través suyo se produjo una inversión en los valores que tradicionalmente influyen la composición musical: ahora el silencio también es protagonista y poco a poco se descubre que es él mismo quien está poblado de música. Su papel ya no es más actuar de fondo en una configuración en donde los sonidos son la figura.

Esta nueva manera de comprender, componer e interpretar música fue logrando paulatinamente una expansión de las fronteras musicales tradicionales. La incorporación del silencio y el espacio a la trama musical promovió la aparición de armonías más suspendidas y una sonoridad más abierta y abstracta, aunque sin perder la unidad de fondo, como es característico en la música oriental.

Algunos músicos fueron particularmente audaces en esta búsqueda. El genial compositor norteamericano John Cage, compuso una obra titulada "cuatro minutos, treinta y tres segundos" durante la cual el ejecutante se limita a levantar la tapa del teclado de su piano, dar vuelta las páginas de una partitura en blanco y observar su cronómetro hasta volver a cubrir las teclas, una vez agotado el tiempo de la pieza. Como resulta obvio, la música que Cage aspira despertar mediante esta composición es el propio diálogo que los oyentes del auditorio establecen con el silencio.

Pauline Oliveros, considerada por muchos como la creadora de la llamada "música meditativa" en occidente, desarrolló su conocido método Deep Listening (escucha profunda) a partir de sus propias experiencias con el silencio. A principios de los años '50, siendo ella una adolescente, recibió como regalo uno de los primeros grabadores a cinta que aparecían en el mercado. En lugar de registrar con él música o conversaciones, Pauline se dedicó a grabar —escuchando simultáneamente— el silencio de la noche que ingresaba por la ventana de su cuarto. Al rebobinar la cinta y oír su contenido, se dio cuenta que muchos de los sutiles sonidos registrados no habían sido escuchados por ella mientras grababa. Esta vivencia primera marcó el curso de toda su vida. Años después creó una pedagogía musical basada en la capacidad de escuchar profundamente sin la interferencia ocasionada por los "ruidos" mentales y su tarea actual consiste en improvisar música a partir de los imperceptibles sonidos que alberga el silencio.

A mediados de los '70, tal vez inspirado en una visión optimista de los principios que animaban la música funcional creada por Muzak, un artista del circuito avant garde londinense llamado Brian Eno, comenzó a investigar los efectos producidos en el humor y el bioritmo en las personas mientras escuchaban músicas compuestas por breves frases inmersas en vastos espacios silenciosos. Eno había observado que el silencio artificial que se generaba en la arquitectura moderna difería considerablemente del silencio vital de la naturaleza, con sus pulsos y resonancias. Esta música mínima a la que Eno llamó discreet music, procuraba revitalizar el silencio artificial recomponiendo el feedback natural que al establecerse entre los organismos y el medio ambiente, interviene en la regulación de los ritmos y ciclos biológicos.

Es indudable que estas transformaciones ocurridas en el seno de la creación musical no sólo estuvieron dadas por una revisión de los valores formales que conforman la música, sino por una apertura perceptiva, una vivencia más profunda y conmovedora del hecho musical, ya no como objeto de consumo o simple producción estética, sino como umbral de proyección hacia el conocimiento interior.

Fue a partir de las importantes transformaciones que acompañaron el nacimiento de este siglo (aquellas que sacudieron el espacio convencional de nuestra existencia, llevándonos del pensamiento mecanicista tradicional a una visión holística de la realidad) que pudimos aproximarnos al silencio con más profundidad, penetrando suavemente en sus misterios. Estas novedades conceptuales nos permitieron ver que, del mismo modo que en los procesos sub-atómicos el observador no puede ser separado de lo observado, sino que es parte integrante de una compleja red de relaciones, la vivencia del silencio no es un evento susceptible de ser objetivado y desmenuzado analíticamente. El acontecer silencioso no es sólo una experiencia auditiva. Lo estrictamente sensorial nos brindaría apenas una aproximación, una vaga noción de su naturaleza gigante.

La vasta profusión del silencio; la subjetividad que tiñe todo su alcance; su atemporalidad (¿Cuándo comienza y cuándo termina un silencio? ¿Qué coordenadas temporales podrían contener su eternidad?); la multiplicidad de vínculos posibles que destellan en su trama; la delicada vibración de su armonía, lo convierten en una vivencia de profunda resonancia empática que involucra y compromete a la totalidad del sistema viviente.

Un análisis fenomenológico de las expresiones de Rolando Toro en "Todo se vuelve música" nos permite aproximarnos al misterio del silencio como lenguaje musical omnipresente: "Si estamos conectados a nuestra propia palpitación, todo se vuelve música. Si podemos fluir a la palpitación de otro, respondiendo a su maravillosa lujuria, todo se vuelve música. Si caminamos en armonía con las estrellas, si somos parte del arco iris y recibimos la lluvia en la lengua, si podemos nadar en el viento, todo se vuelve música". El texto está preñado de silencio. Resulta revelador observar que las hermosas vivencias que las palabras de Toro traducen a músicas se gestan, en realidad, en su callada trama. Rolando parece intuir que la musicalidad tiene un origen silencioso y así lo insinúa. Toda esa sinfonía de colores, sabores y atracciones; toda esa melodía sensual y organísmica parece originarse en la silente intimidad de los procesos vitales.

Experimentar el silencio (más que oírlo o escucharlo) equivale a transitar un territorio preñado de ecos, imágenes, melodías y sensaciones que nos revelan un código de unidad. Las estrechas analogías que rigen los fenómenos musicales que se expresan calladamente nos remiten, gentilmente, a un lenguaje común (original y originario) que parece gestarse, una vez más, en esa elocuencia silenciosa que emana de la vida y sus procesos. "No deberíamos privarnos —dice Camilo Mauclair— por pereza en la practica y afinación de las facultades, de escuchar esos semisilencios de la naturaleza, en cuya vertiente murmura una armonía perpetua y, en cierto modo, una música permanente. No tenemos el menor criterio de esa música del silencio. Lo
tendríamos si pensáramos constantemente en la analogía que rige totalmente los ordenes de la percepción humana". Mauclair logra intuir esa empatía musical que liga estrechamente a la percepción con los fenómenos físicos insonoros, desatando una remota, aunque familiar, melodía interior: "La luz del mediodía, verticalmente vibratoria, siempre expreso en mi un sonido asáz análogo a las vibraciones armónicas del Si natural. Se advierte la luz, se la oye". Afirma Camilo.

El delicado roce de los pezones sobre los labios, el errático vuelo de un ave en el cielo nocturno, las manos de nuestros amigos trazando extraños diseños en el aire, evocan en nosotros millares de sonidos inaudibles. Sabemos que es música, pero no la escuchamos. Testimoniamos un suceso trascendente. Una vivencia que sugiere la existencia de un inmenso útero musical que, aunque contiene embrionariamente todas las melodías posibles, elige expresarlas sutilmente, con estimulante humildad. "Ciertos rumores-nos dice Mauclair-confirman la certidumbre del silencio y nos conceden medir mejor la intensidad del silencio que los rodea. En lugar de pensar que podemos arribar a dar la impresión del silencio de un modo parecido, podríamos ensayar transcribir el propio silencio, en su lenguaje real. Vale decir, la verdadera palabra de la atmósfera metafísica misma, lo que se expresa en el reino del alma cuando la vida mundana se calla. Y en verdad que ese silencio es un eco, y solo podrá traducirlo la música que posea la facultad de transcribir el silencio, de percibir de cierta manera el ruido suavísimo de las alas, ligeramente temblorosas, que suspenden entre cielo y tierra al ángel que toda melodía nos invita a intuir"

La consecución de un lenguaje capaz de restablecer la integración de aquello que, siendo inefable, conmueve por su elocuencia y siendo explícito extravía su significado, es sugerida por Santiago Kovadloff: "...hacer música —tanto como escucharla— equivale, para mi, en lo profundo, a guardar silencio. "Es necesario hacer música —dira Vladimir Jankelevitch— para obtener silencio" Musicalmente abordado, el silencio resulta ser el pronunciamiento melodioso de lo indesignable. El misterio de lo musical pareciera radicar en el prodigioso enlace logrado entre lo inasible de su sentido y el penetrante encanto de su repercusión. La música capta el instante y lo refleja sin detenerse. Por eso la sentimos, al unísono, como experiencia de la verdad y como verdad de lo que no alcanza a ser concebido".

El silencio como hierofanía

“Sentir la vida correr en mí como un río por su lecho,
Y allá fuera un gran silencio, como un dios que duerme”

Fernando Pessoa

En la trama de todo lo expuesto anteriormente podemos entrever que el
silencio no pertenece al campo de lo convencionalmente vivido o expresado.

El conjunto de modificaciones perceptivas, sensaciones y emociones que suelen estar implícitas en su vivencia nos permiten encuadrarla como una experiencia trascendente. Trascendente porque en ella se manifiesta, de manera pulsante, la totalidad que nos abarca, la sensible urdimbre donde se tejen los significados.

Paladear lo trascendente, penetrar su curso, nutrirse de su influjo, ha
sido (por sus profundas connotaciones místicas) tradicional y sistemáticamente descalificado —y reprimido— por la cultura occidental. Por el lado de la religiones institucionalizadas (que condenaron a sus verdaderos místicos, visionarios auténticos, a la marginación y la miseria por lo revolucionario de sus convicciones) fue reducido a una serie de rituales obsesivos sin conexión con lo cotidiano, tendientes, además, a reforzar el dualismo y la disociación, mediante la creación de un interlocutor entre nosotros y la grandeza que, a partir de ese acto, dejo de tener un templo en nosotros. Por el lado del materialismo, con su perfil igualmente dogmático, su proclividad a una razón desprovista de emotividad y su consiguiente carga de prejuicios, estas vivencias vinculantes fueron difamadas y estigmatizadas como pantallas del verdadero carácter dramático de nuestra vida terrenal.

Afortunadamente para nosotros, el conocimiento primordial, es decir, esta sabiduría iletrada que recorre nuestras células, diseñó en nuestro inconsciente un espacio de supervivencia de lo maravilloso que adquiere, en los arquetipos, un canal de expresión coherente, un suerte de memorándum de nuestra unidad con lo vivo. Desde esta óptica, el silencio es (con su aire paradojal, errático pero preciso, vago aunque certero) un puente entre lo sagrado y lo profano, un nexo sensible entre el semen y las estrellas.

En algunas reuniones de animada charla en las que inesperadamente se instala un silencio fugaz, es frecuente escuchar a alguna persona que proféticamente sentencia: "pasó un ángel". Esta figura arquetípica convocada popularmente (como arquetipo, el ángel es un mensajero del cielo —según Cirlot "símbolo de lo invisible, de las fuerzas que ascienden y descienden entre el origen y la manifestación"— nos invita a considerar a las vivencias silenciosas como una suerte de contemplación, en un sentido protagónico y participativo, de una potencia germinal y creadora, de una armonía que, aunque subyace en toda realidad, se oculta ante la mirada prosaica.

Esta filiación biocosmológica que se ilumina en el silencio suele ser descrita como una hierofanía, es decir, como algo sagrado que se nos manifiesta. Para Rudolf Otto, estudioso e historiador de las religiones, la clara armonía que se desprende de lo silencioso es una expresión de lo divino, lo numinoso: "En nosotros, el silencio es el efecto inmediato que produce la presencia del numen".

Incursionando más decididamente en el terreno de la sacralidad musical, Otto observa que "la música, que habitualmente puede prestar la expresión mas variada a todos los sentimientos, no tiene tampoco un medio posible de expresar lo santo. El instante más santo y más numinoso de la misa, la consagración, se expresa, aun en la mejor música cantada, por el silencio; la música enmudece, y enmudece por largo tiempo y por completo, de suerte que el silencio mismo se oye". Tanto en el carácter de sereno asombro que acompaña a las vivencias trascendentes, como en la misteriosa organización de la energía que prevalece en la musicalidad del silencio, nos encontramos frente a un tipo de experiencias que, aun surgiendo de lo mundano, rebasa claramente sus fronteras. El historiador de las religiones Mircea Eliade afirma que: "Lo sagrado se manifiesta siempre como una realidad de un orden totalmente diferente al de las realidades "naturales" ". Según él , la dificultad para dar expresión verbal a estos estados de realidad reside en que "el lenguaje se reduce a sugerir todo lo que rebasa la experiencia natural del hombre con términos tomados de ella". Si aceptamos que todos los lenguajes expresivos (no solo el verbal, sino el musical, el plástico o el poético) se forjan con elementos que surgen de esa realidad natural, y extendemos una analogía que los comprenda, podemos ver que, desde esta perspectiva, lo inefable —un aspecto del silencio— no es una categoría restrictiva, sino la consecución de un código de comunicación diferente, algo que supera las convenciones normativas de cualquier lenguaje para conversar con la grandeza, en un dialogo de serena y emotiva intimidad.

Esta ampliación de los limites de lo real que configuran lo sagrado, no es (como se piensa habitualmente) patrimonio de las religiones tradicionales de occidente. Esta cosmovisión, este conocimiento místico de la realidad, forma parte de una modalidad de comprensión de los fenómenos, inherente a la mayoría de las culturas aborígenes que pueblan -o han poblado- esta tierra. En un pequeño relato que narra sus vivencias visitando a los indios Xingu, el músico brasileño Egberto Gismonti deja entrever las secretas armonías naturales que, para esta tribu, son develadas por el silencio: "Esta relación con Sapaim (cacique y chaman) tuvo uno de sus puntos culminantes un día que estabamos por entrar en la selva, la selva virgen amazónica, y entonces él me dijo "aquí vamos a parar un rato". Estuvimos unos minutos en la boca de la selva; después entramos un poco y paramos de nuevo. Ahí me di cuenta que toda la selva estaba completamente silenciosa, no había ruidos. Estuvimos en esa situación unos minutos y de a poco comenzaron a escucharse de nuevo los ruidos de la selva, los animales, y todo fue recobrando su ritmo normal. Entonces Sapaim me dijo que ya podíamos entrar, porque la selva nos había reconocido".

Toda vez que la música eligió recorrer un sendero introspectivo, procurando desentrañar el origen de su propio misterio, el silencio (o alguna de sus múltiples y enigmáticas facetas) surge, invariablemente, como componente ineludible de ese transito sensible; un salvoconducto a esa abundancia desconocida. En los compositores clásicos, influenciados como estaban por las tradiciones religiosas de fuerte raigambre dualista (cuerpo-alma) estas obras, obviamente vinculadas a lo incorpóreo, son etéreas y se caracterizan por su asepsia y discreción. Su aproximación al silencio consiste en un recorte de la intensidad sonora hacia planos muy bajos; un pianissimo cercano, en ocasiones, al mutismo. El Misterium Tremendum , la presencia de lo sagrado, es expresada sottovoce (escuchar, por ejemplo "Neptuno, el místico", de la Suite "Los Planetas" de Gustav Holst).

En el caso de la música contemporánea (1950 en adelante) a raíz de
las grandes transformaciones de nuestros parámetros producto del psicoanálisis, la revolución sexual y los cambios paradigmáticos citados anteriormente, la búsqueda de lo espiritual se encuentra más integrada a lo corporal. Aquí el silencio no aparece remedado en los volúmenes mínimos, sino surgiendo como una interacción dialéctica vibrante y sensitiva. En muchos de los trabajos del compositor y trompetista Miles Davis encontramos los trazos distintivos de esta búsqueda (escuchar "Fall" o "Nefertiti" del álbum homónimo, "Flamenco sketches" en el disco "Kind of blue", o las introducciones de dos de sus temas más influyentes: "In a silent way" y el sugerente "Shhh / Peaceful"). En ellos, las figuras sonoras se sumergen en vastas planicies silenciosas. Este continuo flujo de apariciones y ausencias, respuestas e interrogantes, se va nutriendo recíprocamente y generando, al mismo tiempo, una dimensión sensual y sugestiva, cargada, por momentos, de un profundo erotismo en donde lo sagrado y lo profano están en armonía.

Después de muchísimo tiempo, Eros y Psique danzan, en el silencio, la añorada música del reencuentro,

Silencio y comunicación

“Escoge tu diálogo, tu mejor palabra o tu mejor silencio
mismo en el silencio y con el silencio, dialogamos”

Carlos Drumond de Andrade

"No es posible dejar de comunicarse" es el primer axioma de un libro de Paul Watzlawick llamado "Pragmatics of Human Comunications". En él, su autor relativiza el papel de la intencionalidad (entendiendo ésta como todo intercambio de comunicación a nivel conciente, voluntario y deliberado) como componente esencial de la comunicación, proponiendo en cambio que todo comportamiento en presencia de otra persona es comunicación.

Watzlawick, así como otros importantes científicos de la escuela cibernética estudiaron exhaustivamente la función del silencio en la estructura de la comunicación humana. Tanto él, como Gregory Bateson y Ray Birdwhistell sostienen que, en realidad, no tiene sentido hablar de comunicación verbal o no verbal. Ellos definen a la comunicación como una compleja trama que integra diversos lenguajes; esto es, un sistema de elementos que involucra la gestualidad, la mirada, los fonemas, la expresión kinésica y el silencio interactuando en contexto. Podemos inferir, por lo tanto, que la comunicación es un fenómeno de alta plasticidad, con un fuerte intercambio de roles protagónicos entre sus componentes cuya relación recíproca no esta fijada de antemano, sino que responde a cada experiencia en particular.

Entre los diversos elementos citados, el silencio posee, probablemente, el mayor potencial de acceso a la intimidad y es, de todos ellos, el menos contagiado por las patologías culturales.

Mediante el silencio, el registro de nosotros mismos y de los otros suele ser más fiel, rápido y certero que a través de otros lenguajes. Hay en él una potencia asertiva que abre camino hasta la propia fibra, descubriendo estratos del ser que están vedados a los sonidos o mensajes proveniente del exterior o incluso de nosotros mismos —entendiendo al propio pensamiento como una suerte de sonido o discurso interior—.

El silencio ingresa en nuestra intimidad con mayor facilidad que las palabras o las ideas, trascendiendo el ego y estableciendo un contacto directo e inmediato con aquello que es primordial en nosotros. Visto como una vía de acceso a regiones profundas de nuestra identidad, el silencio es una presencia sutil que favorece la emergencia del mundo sensible; dialoga con la pureza y adquiere en ella la capacidad de disuadir tanto las expresiones mundanas como las satisfacciones pueriles que caracterizan al lenguaje disociado. Es por esto que el silencio vivencial conlleva cierto renunciamiento; es decir, una humildad que elude con eficacia las afectaciones “civilizadas”.

Quisiera destacar enfáticamente la relevancia de esta emergencia sensible como fuente de comunicación genuina, ya que el registro auténtico y veraz de nuestro propio estado emocional y el de nuestro interlocutor, es un dato de vital importancia para la existencia de un verdadero feed-back en la comunicación. Probablemente, la única posibilidad de lograr un intercambio de información sincero y recíprocamente enriquecedor, sin repetir estereotipos de comunicación “correcta”, resida en esta experiencia.

Poética del silencio

“Deshaced ese verso.
Quitadle los cireles de la rima,
el metro, la cadencia y hasta la idea misma.
Aventad las palabras,
y si después queda algo todavía,
eso será la poesía”

León Felipe

En una maravilloso texto titulado "El lenguaje verbal, una aventura desesperada hacia la intimidad" Rolando Toro denuncia los mecanismos disociativos inherentes a la comunicación mediante la palabra: "Podríamos formular la hipótesis de que nuestro lenguaje es una extensión de nosotros mismos y que nuestras palabras constituyen la semántica del ser. Sin embargo, esto no es así, porque el hombre es capaz de disociar la vivencia de la expresión, es decir, puede construir falsos lenguajes. Si mis palabras son una expresión de mí mismo, una extensión mía, semejante a las extensiones de mi cuerpo, una secreción absolutamente real, entonces mis palabras deberían tener el sentido total de lo que yo soy como hombre. Pero esto no es así, debido a que en su trayectoria de formalización, el lenguaje enrarece sus vínculos con el origen e incorpora elementos de la cultura adquirida a través de la memoria. Estos elementos adulteran la pureza o veracidad de lo que nos proponemos decir."

Las dificultades inherentes a la comunicación mediante el lenguaje verbal y la palabra escrita han inquietado desde siempre a los buscadores de la verdad, entre ellos los propios literatos y poetas.

La sobredosis de verbo; la dispersión del sentido vinculante de la palabra generada por la profusión retórica; el abismo de soledad y la incapacidad de comunicación profunda enmascarados en la hueca jovialidad de un diálogo estéril, han sido denunciados frecuentemente por los artistas de la palabra.

Sobre el final de su vida, Goethe escribió: “Hablamos demasiado. Deberíamos hablar menos y dibujar más. A mí, personalmente, me gustaría renunciar por completo a la palabra y, del mismo modo que la naturaleza orgánica, comunicar cuanto tenga que decir por medio de dibujos. Esa higuera, esa lombriz, ese capullo en el alféizar de la ventana esperando serenamente su futuro, son firmas trascendentales. Una persona capaz de descifrar bien su significado podría dispensarse totalmente de la palabra escrita o hablada. Cuanto más pienso en ello, más me convenzo de que hay algo inútil, mediocre y hasta —siento la tentación de decirlo— afectado en la palabra. En cambio ¡cómo impresiona la gravedad y el silencio de la naturaleza, cuando se está cara a cara con ella, sin nada que nos distraiga, ante unas desnudas alturas o la desolación de unos viejos montes!”.

Resulta interesante ver como la profunda resonancia vivencial rescatada por Goethe en el final de su relato, inaugura una callada y sugerente dimensión que redime a su propia palabra del hastío por él mismo denunciado. Es probablemente este vínculo vivencial originario quien desata en nosotros el amanecer poético. A través de esa complicidad sensible que se enciende cuando entramos en contacto profundo con lo vivo, comenzamos a descubrir lo sutil, lo fugaz e imperceptible, el instante fecundo en donde lo racionalmente calificado de imposible puede suceder. Mediante esta experiencia transformadora, la palabra se ve gradualmente liberada de la afectación denunciada por Goethe y es impulsada a crear un lenguaje evocador de ese momento crucial en donde la realidad encarna en verso, en palabra originaria y por lo tanto de una veracidad ineludible.

Para Rolando Toro, “En el lenguaje poético establecemos la trama de un misterio fabuloso: la intimidad”. En un acuerdo sensible, Walt Whitman nos introduce casi confesionalmente a estos diálogos sutiles:

La humedad de la noche
Entra más profunda en mi alma
Que todas las palabras

La prodigiosa elocuencia de la naturaleza, discurriendo en un silencio poblado apenas por voces diminutas, ha impresionado siempre con fuerza a los artífices de la palabra viva. Con notable recurrencia los poetas abrevan en este vasto repertorio de certidumbres. Ellos logran intuir en la vitalidad de los silencios naturales una veracidad inquebrantable. Y descubren, por simple filiación biológica, que ese potencial de verdad arrasadora, ese antídoto contra los males de la palabra, también germina en ellos. En Whitman, esta certeza cobra una fuerza casi moral:

La prueba de quien soy
La llevo en mi rostro
Y con el silencio de mis labios
Anodado al escéptico

La tierna intimidad en la que el silencio alborea sus sonidos, despertando a sus gentiles habitantes, es revelada nuevamente en estos versos del hijo de Manhattan:

Deja las palabras,
La música y el ritmo;
Apaga tus discursos.
Túmbate conmigo en la hierba.
Sólo el arrullo quiero,
El susurro
y las sugestiones de la voz

La omnipresencia del silencio y su secreta complicidad con los oídos atentos, es narrada en este poema de Mario Quintana, quien al mismo tiempo le contrapone la banalidad y la verborragia que buscan, habitual y vulgarmente, conjurar el desasosiego que produce su profunda riqueza:

Hay un gran silencio que está siempre a la escucha...
Y la gente se pone a decir inquietamente cualquier cosa,
Cualquier cosa, sea lo que fuere,
Desde la cotidiana duda sobre si hoy llueve o no llueve,
Hasta tu mestafísica duda, Hamlet!
Y por todo y siempre, mientras la gente habla, habla y habla,
El silencio escucha...
Y calla

En el poeta Amado Nervo, el silencio cobra un carácter ritual, oficiando la eterna ceremonia del encuentro, ungido en los cálidos colores del crepúsculo:

Silenciosamente miraré tus ojos,
Silenciosamente tomaré tus manos,
Silenciosamente,
Cuando el sol poniente nos bañe
En sus rojos fuegos soberanos,
Posaré mis labios en tu limpia frente,
Y nos besaremos como dos hermanos

Para San Juan de la Cruz y otros místicos cristianos, la quietud y el silencio han sido comprendidos como una sola entidad: no puede concebirse uno sin la presencia del otro. Para ellos, la quietud y el silencio actúan como sistema y poseen un poder balsámico que alivia las enfermedades del ego —la ansiedad, por ejemplo— estimulando la vinculación trascendente. Entendida como no-acción, la quietud es, además, un recurso frecuentemente utilizado para ampliar el campo perceptivo, deteniendo el curso “lógico” de los acontecimientos. El Don Juan de Castaneda llamaba a este ejercicio “parar el mundo”. Thomas Merton, poeta, monje trapense y visionario, rescata la filiación ontológica de la quietud y el silencio, y los propone como llaves para acceder al misterio de la existencia:

Quédate quieto
Escucha las piedras del muro
Sé silencioso, tratan de decir tu nombre.
Escucha los muros vivientes.
¿Quién eres?
¿Quién eres?
¿De qué silencio eres?

Fiel a su naturaleza como materia poética por excelencia, el silencio no siempre es invocado por su nombre. Su tremendo poder balsámico es muchas veces aludido metafóricamente, en un acuerdo natural con su esencia inefable. Ezra Pound, en su poema “Francesca”, lo desea, lo sugiere, lo ansía. Lo desea como aguamarina que disuelva sus pensamientos confusos. Lo sugiere en la danza, encarnado en la caprichosa coreografía de la simiente. Lo ansía como marco para el reencuentro. Francesca, amada en el silencio, se libera de la vulgaridad:

Tu saliste de la noche
Y había flores en tus manos,
Ahora saldrás de entre un barullo de gente,
De entre un tumulto de conversaciones sobre ti
Yo que te había visto entre las cosas prístinas
Me encolericé cuando decían tu nombre en sitios ordinarios
Quisiera que las olas frescas cubrieran mi mente,
Y que el mundo se secara como una hoja seca,
O como semillas de diente-de-león fuese aventado,
Para que pueda encontrarte de nuevo,
Sola

Las dificultades para encontar un alivio a los males de la humanidad mediante el lenguaje verbal —representada simbólicamente en el mito de la Torre de Babel— es un tema recurrente en la poesía de todos los tiempos. Dos grandes poetas latinoamericanos, Pablo Neruda y Oliverio Girondo, fueron entrañables amigos del silencio e invocaron siempre su imagen como antídoto e instrumento para conjurar los problemas de la incomunicación.

En este fragmento del poema “Lo que esperamos”, Girondo profetiza el glorioso reencuentro del hombre con sus verdades más primordiales y recurre al silencio para reafirmar la certeza de esta filiación:

Y entonces... ¡Ah! ese día
Abriremos los brazos
Sin temer que el instinto nos muerda los garrones,
ni recelar de todo, hasta de nuestra sombra;
y seremos capaces de acercarnos al pasto,
a la noche, a los ríos,
sin rubor, mansamente,
con las pupilas claras,
con las manos tranquilas;
y usaremos palabras sustanciosas, auténticas;
no como esos vocablos erizados de inquina
que babean las hienas al instarnos al odio,
ni aquellos que se asfixian en estrofas de almibar
y fustigada clara de huevo corrompido;
sino palabras simples, de arroyo, de raíces,
que en vez de separarnos nos acerquen un poco;
o mejor todavía, guardaremos silencio
para tomar el pulso a todo lo que existe
y vivir el milagro de cuanto nos rodea,
mientras alguien nos diga, con una voz de roble,
lo que desde hace siglos esperamos en vano.

En el poema “A callarse”, el inmenso Pablo Neruda apela al silencio como dinamizador de una transformación evolucionaria; la antesala de una alborada que libere al hombre de sus pueriles miserias:

Ahora contamos doce
Y nos quedamos todos quietos

Por una vez sobre la tierra
No hablemos ningún idioma
Por un segundo detengámonos
No movamos tanto los brazos

Sería un minuto fragante,
Sin prisas ni locomotoras
Todos estaríamos juntos
En una inquietud instantánea

Los pescadores del mar frío
No harían daño a las ballenas
Y el trabajador de la sal
Miraría sus manos rotas

Los que preparan guerras verdes,
Guerras de gas, guerras de fuego,
Victorias sin sobrevivientes,
Se pondrían un traje puro
Y andarían con sus hermanos
por la sombra, sin hacer nada

No se confunda lo que quiero
Con la inacción definitiva:
La vida es sólo lo que se hace,
No quiero nada con la muerte

Si no pudimos ser unánimes
Moviendo tanto nuestras vidas,
Tal vez no hacer nada una vez,
Tal vez un gran silencio pueda
Interrumpir esta tristeza,
Este no entendernos jamás
Y amenazarnos con la muerte

Los poetas, visionarios implacables, encuentran en el silencio el asiento de la verdad primordial; la reserva moral y ética para el renacimiento del lenguaje.

A modo de silencio

“Dejame que te hable también con tu silencio
claro como una lámpara, simple como un anillo”

Pablo Neruda

Vivimos, como humanidad, una intensa crisis que corroe cotidianamente las raíces de nuestro ser en el mundo. El brutal desmantelamiento de los valores vitales, éticos y estéticos imperante, se nos impone diariamente como una realidad cruda y difícil de digerir. El acentuado pragmatismo predominante provoca una perversa ruptura en el fluir natural de las vibraciones, ideas, sensaciones y vivencias que constituye nuestra humana dignidad; fuente esta de nuestra particular manera de ver el mundo y materia primordial de cualquier obra o actitud vital y artística.

En una sociedad tan fragmentada en su integridad; acelererada frenéticamente por las blancas líneas en donde suelen circular los sueños malogrados; y con un desplazamiento patológico de los contenidos al continente, la recuperación del silencio se nos impone como una necesidad de orden poético. Ella implica restaurar en nosotros esa facultad interior de percepción de la vida, actualmente empobrecida. Las dificultades inherentes a la comunicación mediante cualquier lenguaje expresivo (llamamos comunicación a esa resonancia conmovedora que sacude nuestra intimidad y no a la histeria alienante propalada por los mass media) encuentran en el cauce del silencio un vasto repertorio de certezas que facilitan la expresión auténtica. A diferencia de la masificación y la homogeneidad que producen las afectaciones técnicas y tecnológicas que anegan buena parte del panorama tanto artístico como existencial que nos circunda, el silencio es un tránsito por lo indiferenciado que enriquece nuestra diversidad e ilumina nuesta identidad mediante la luz de la inocencia.

En las muchas veces aberrante estridencia de nuestro mundo sonoro, el
silencio y la exquisita trama que conlleva, nos guiñan con su aire paradojal. Para aquellos que afinan en su frecuencia, él es una matriz fecunda, capaz de clausurar la alienación disonante y los mensajes caducos, renovando nuestro potencial expresivo con su diáfana sonoridad. Ser parteros de silencio es la tarea. Alumbrar este renacimiento.


Fuentes bibliográficas consultadas

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• Jarret, Keith; Solo concerts / Bremen & Lausanne, ECM Records, 1973.
• Oliveros, Pauline; Deep listening, New Albion Records, 1989.