Dino Saluzzi Trío en Buenos Aires
Un Profeta en el Astral
Al comienzo de un documental llamado "Filming Othello", el cineasta Orson Welles afirmaba que "Una buena película es musical. Tiene movimiento, estructura rítmica, armonía, contrapunto. Un film no es perfecto hasta que no es musicalmente perfecto". Analógicamente hablando, la música podría verse también como una película en la cual los distintos elementos que la componen podrían "editarse" en una sola composición cuyo flujo narrativo sea tan perfecto que no evidencie costuras.
Auditiva y emocionalmente, la música de Dino Saluzzi encaja de maravillas en esta imagen, ya que la fuente heterogénea que nutre sus composiciones puede apreciarse fluyendo en el aroma del conjunto, pero nunca aislarse en referenciales fijos o convencionales.
Coincidiendo con las palabras incluidas en el programa del concierto, podríamos afirmar que Saluzzi ha estado siempre más interesado en el desarrollo de un sonido que en el de un estilo. Es por eso que su música privilegia la reunión de elementos expresivos antes que formales. Su lenguaje es, por así decirlo, pre-verbal. En Saluzzi, lo ancestral y lo biográfico devienen sonido, es decir, balbuceo, grito, furia o silencio. No hay alusiones paisajistas ni genéricas en su obra. No se refugia estructuralmente en un género ni procura desarrollarlo. Su búsqueda atañe a las fuentes mismas del sonido, creando un contexto donde la música —su música— expresa lo universal sin perder identidad. Saluzzi es inequívocamente argentino. Pero esta argentinidad no surge vulgarmente de sus composiciones ni del sonido de su bandoneón —emblemático instrumento tanguero que en sus manos evolucionó hacia dimensiones propias e insospechadas.
Una música con tal variedad de elementos consustanciales no puede eludir la transformación permanente. Es por eso que Cité de la Musique, el último trabajo de Dino Saluzzi para el sello ECM, refleja claramente este tránsito.
Con su presentación en mente y la misma formación que participó del registro discográfico —Saluzzi en bandoneón, José Saluzzi (hijo de Dino) en guitarra acústica y Marc Johnson en contrabajo— el trío desembarcó en Buenos Aires en noviembre, poco más de un año después de la última visita del salteño a la Argentina.
Aunque es frecuente que la música en vivo goce de mayor temperatura que la de estudio, en Saluzzi este contraste es muy pronunciado. Todo lo que habitualmente es considerado extramusical —su irradiante presencia en el escenario, su elocuente gestualidad, su acecho permanente hacia cuanto pasa a su alrededor— confluye magistralmente en sus conciertos, gestando un ambiente sensible y exigente al mismo tiempo; una suerte de ritual solemne —por las fuerzas que se conjuran— pero descontraído. En este marco, el espesor "climático" que puebla algunos pasajes de su música actual —esa densidad armónica que a mucha gente aburre— gana una emotividad que arruga el corazón e impide caer en el letargo. Del mismo modo, los momentos de mayor descarga expresiva se encienden con una intensidad arrasadora de la que poca cuenta dan sus discos.
Improvisando en vivo, Saluzzi es absolutamente increíble, una caja de sorpresas en donde el toque sutil y espaciado convive armónicamente con las vertiginosas ráfagas que emergen súbitamente de sus fraseos. Más que a un bandoneonista, Saluzzi se asemeja a una especie de ventrilocuo surreal. Su instrumento habla, conversa, gime y solloza, cuenta historias remotas en un lenguaje casi literario, en donde lo drámatico se interrumpe, respira y sigue su curso, conmueve pero no atropella. A sus composiciones más recientes, en cambio, la entrega y energía del concierto no les alcanza para mantener el mismo nivel de excelencia que sus solos. Algunas son brillantes y tanto la melodía principal como el desarrollo armónico que sirve de base a los solistas no dejan dudas respecto a su belleza. Otras, exponen un tema de auspiciosa riqueza para languidecer luego en progresiones —obvias o insubstanciales— que no benefician a las improvisaciones ni tienen un desarrollo muy cautivante.
El nuevo trío suena excepcionalmente ajustado tanto en la calma como en la tormenta. Las líneas en unísono —de gran complejidad técnica en algunos casos— son resueltas siempre con autoridad y en general todo el material escrito es tocado con una soltura que sumada al superlativo desempeño solista de Marc Johnson y de Saluzzi padre son los puntos altos del recital. El sonido profundo y visceral del contrabajista, por ejemplo, es desplegado con la naturalidad de quien se alisa el cabello. Es realmente maravilloso poder ver a un músico de la magnitud de Johnson en vivo, desatando sus innumerables recursos con un criterio y una musicalidad ilimitados. No lo es tanto cuando se lo ve demasiado apegado a las partes, cumpliendo un rol menor en relación a sus aptitudes.
Quizás uno de los aspectos que limita un poco las potencialidades de este grupo sea su asimetría. José Saluzzi es sin duda un gran músico y muestra en todo momento ductilidad y solvencia, pero aun no parece encontrar un lenguaje propio. Su estilo tiene marcadas influencias del sonido "mediterráneo" de guitarristas como Al DiMeola y sus solos —correctos y bien tocados— muestran, no obstante, un desarrollo previsible. Todo esto, que no es un pecado hablando como estamos de un músico muy joven, enfrentado a la jerarquía de los dos monstruos con los que convive, resiente un poco las posibilidades de interacción creativa del trío. Después de presenciar la soberbia performance de Marc Johnson en el escenario, nos queda la amarga sensación de que su talento no está lo suficientemente aprovechado.
Pero más allá de la características de esta formación y de las circunstancias propias de estos conciertos, la presencia de Dino Saluzzi en Buenos Aires nos sigue confirmando que su música, esa que "apunta a expresar la inmensidad de los sentimientos", es uno de los referenciales más importantes —acaso el único— en la conquista de un sonido inobjetablemente argentino, audaz y contemporáneo que, aun bandoneón mediante, no tenga el aroma explícito del lengue o las alpargatas.
Durante el segundo y último recital del grupo, un Saluzzi feliz y radiante ironizó sobre la posibilidad de ser "profeta en su tierra" y conversó íntimamente con el público acerca del destierro, su virtual exilio y la belleza de crecer junto a otros: "la música y la amistad, verdades de fin de siglo" dijo serenamente. Al instante la lluvia, arreciando sobre el techo del teatro, sumó su complicidad con un murmullo.
Luego de dos bises, Dino cerró el concierto solo, tocando una versión litúrgica de Viene Clareando, mientras abría grandes los ojos al cielo del Astral y las luces reflejadas por los herrajes del fueye pintaban constelaciones en las paredes del escenario. La ceremonia había terminado.
Profética o no, la música de Saluzzi ha ido gestando un universo propio que afortunadamente cada día cuenta con más acólitos. Parece que estamos creciendo juntos nomás.
Al comienzo de un documental llamado "Filming Othello", el cineasta Orson Welles afirmaba que "Una buena película es musical. Tiene movimiento, estructura rítmica, armonía, contrapunto. Un film no es perfecto hasta que no es musicalmente perfecto". Analógicamente hablando, la música podría verse también como una película en la cual los distintos elementos que la componen podrían "editarse" en una sola composición cuyo flujo narrativo sea tan perfecto que no evidencie costuras.
Auditiva y emocionalmente, la música de Dino Saluzzi encaja de maravillas en esta imagen, ya que la fuente heterogénea que nutre sus composiciones puede apreciarse fluyendo en el aroma del conjunto, pero nunca aislarse en referenciales fijos o convencionales.
Coincidiendo con las palabras incluidas en el programa del concierto, podríamos afirmar que Saluzzi ha estado siempre más interesado en el desarrollo de un sonido que en el de un estilo. Es por eso que su música privilegia la reunión de elementos expresivos antes que formales. Su lenguaje es, por así decirlo, pre-verbal. En Saluzzi, lo ancestral y lo biográfico devienen sonido, es decir, balbuceo, grito, furia o silencio. No hay alusiones paisajistas ni genéricas en su obra. No se refugia estructuralmente en un género ni procura desarrollarlo. Su búsqueda atañe a las fuentes mismas del sonido, creando un contexto donde la música —su música— expresa lo universal sin perder identidad. Saluzzi es inequívocamente argentino. Pero esta argentinidad no surge vulgarmente de sus composiciones ni del sonido de su bandoneón —emblemático instrumento tanguero que en sus manos evolucionó hacia dimensiones propias e insospechadas.
Una música con tal variedad de elementos consustanciales no puede eludir la transformación permanente. Es por eso que Cité de la Musique, el último trabajo de Dino Saluzzi para el sello ECM, refleja claramente este tránsito.
Con su presentación en mente y la misma formación que participó del registro discográfico —Saluzzi en bandoneón, José Saluzzi (hijo de Dino) en guitarra acústica y Marc Johnson en contrabajo— el trío desembarcó en Buenos Aires en noviembre, poco más de un año después de la última visita del salteño a la Argentina.
Aunque es frecuente que la música en vivo goce de mayor temperatura que la de estudio, en Saluzzi este contraste es muy pronunciado. Todo lo que habitualmente es considerado extramusical —su irradiante presencia en el escenario, su elocuente gestualidad, su acecho permanente hacia cuanto pasa a su alrededor— confluye magistralmente en sus conciertos, gestando un ambiente sensible y exigente al mismo tiempo; una suerte de ritual solemne —por las fuerzas que se conjuran— pero descontraído. En este marco, el espesor "climático" que puebla algunos pasajes de su música actual —esa densidad armónica que a mucha gente aburre— gana una emotividad que arruga el corazón e impide caer en el letargo. Del mismo modo, los momentos de mayor descarga expresiva se encienden con una intensidad arrasadora de la que poca cuenta dan sus discos.
Improvisando en vivo, Saluzzi es absolutamente increíble, una caja de sorpresas en donde el toque sutil y espaciado convive armónicamente con las vertiginosas ráfagas que emergen súbitamente de sus fraseos. Más que a un bandoneonista, Saluzzi se asemeja a una especie de ventrilocuo surreal. Su instrumento habla, conversa, gime y solloza, cuenta historias remotas en un lenguaje casi literario, en donde lo drámatico se interrumpe, respira y sigue su curso, conmueve pero no atropella. A sus composiciones más recientes, en cambio, la entrega y energía del concierto no les alcanza para mantener el mismo nivel de excelencia que sus solos. Algunas son brillantes y tanto la melodía principal como el desarrollo armónico que sirve de base a los solistas no dejan dudas respecto a su belleza. Otras, exponen un tema de auspiciosa riqueza para languidecer luego en progresiones —obvias o insubstanciales— que no benefician a las improvisaciones ni tienen un desarrollo muy cautivante.
El nuevo trío suena excepcionalmente ajustado tanto en la calma como en la tormenta. Las líneas en unísono —de gran complejidad técnica en algunos casos— son resueltas siempre con autoridad y en general todo el material escrito es tocado con una soltura que sumada al superlativo desempeño solista de Marc Johnson y de Saluzzi padre son los puntos altos del recital. El sonido profundo y visceral del contrabajista, por ejemplo, es desplegado con la naturalidad de quien se alisa el cabello. Es realmente maravilloso poder ver a un músico de la magnitud de Johnson en vivo, desatando sus innumerables recursos con un criterio y una musicalidad ilimitados. No lo es tanto cuando se lo ve demasiado apegado a las partes, cumpliendo un rol menor en relación a sus aptitudes.
Quizás uno de los aspectos que limita un poco las potencialidades de este grupo sea su asimetría. José Saluzzi es sin duda un gran músico y muestra en todo momento ductilidad y solvencia, pero aun no parece encontrar un lenguaje propio. Su estilo tiene marcadas influencias del sonido "mediterráneo" de guitarristas como Al DiMeola y sus solos —correctos y bien tocados— muestran, no obstante, un desarrollo previsible. Todo esto, que no es un pecado hablando como estamos de un músico muy joven, enfrentado a la jerarquía de los dos monstruos con los que convive, resiente un poco las posibilidades de interacción creativa del trío. Después de presenciar la soberbia performance de Marc Johnson en el escenario, nos queda la amarga sensación de que su talento no está lo suficientemente aprovechado.
Pero más allá de la características de esta formación y de las circunstancias propias de estos conciertos, la presencia de Dino Saluzzi en Buenos Aires nos sigue confirmando que su música, esa que "apunta a expresar la inmensidad de los sentimientos", es uno de los referenciales más importantes —acaso el único— en la conquista de un sonido inobjetablemente argentino, audaz y contemporáneo que, aun bandoneón mediante, no tenga el aroma explícito del lengue o las alpargatas.
Durante el segundo y último recital del grupo, un Saluzzi feliz y radiante ironizó sobre la posibilidad de ser "profeta en su tierra" y conversó íntimamente con el público acerca del destierro, su virtual exilio y la belleza de crecer junto a otros: "la música y la amistad, verdades de fin de siglo" dijo serenamente. Al instante la lluvia, arreciando sobre el techo del teatro, sumó su complicidad con un murmullo.
Luego de dos bises, Dino cerró el concierto solo, tocando una versión litúrgica de Viene Clareando, mientras abría grandes los ojos al cielo del Astral y las luces reflejadas por los herrajes del fueye pintaban constelaciones en las paredes del escenario. La ceremonia había terminado.
Profética o no, la música de Saluzzi ha ido gestando un universo propio que afortunadamente cada día cuenta con más acólitos. Parece que estamos creciendo juntos nomás.
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