“World Music”. O de como la música del mundo produce mucho dinero en la nueva era.
Desde hace algunos años, el mercado discográfico norteamericano viene satisfaciendo su avieso interés en clasificar, rotular y empaquetar (sobre todo eso, empaquetar) mediante la creación de “géneros” musicales supuestamente nuevos. Algunos de estos nuevos compartimentos en las bateas son: Alternative Music, New Age Music y World Music.
Generalizando un poco, podríamos decir que aquél de más allá sirve para designar a los que, aún proveniendo del rock, conocen algunos ritmos más que el 4x4, escriben letras interesantes y son más o menos independientes en sus producciones; el del medio es usado para etiquetar a los amantes de la espiritualidad tipo sahumerio o “salve su alma que el mundo se parte” y el de más acá para embolsar toda aquella música empeñada en mezclar, fusionar o, en el mejor de los casos integrar, los sonidos de la cultura occidental —al norte del hemisferio— con los de grupos étnicos o regionales. Demás está decir que no hay novedad alguna en estas tendencias, y grupos como Los Beatles (por poner un ejemplo conocido por todos) recorrieron cada uno de esos territorios sin que nadie pensara jamás que estaban haciendo otra cosa que buena música.
El panorama de la New Age es uno de los más confusos y es habitual encontrar en las parcelas de este “nuevo” género desde grabaciones de Corales Lamaistas hasta discos de Canto Gregoriano, es decir, tradiciones musicales que tienen entre quinientos y dos mil años de antiguedad. Las fronteras de esta Nueva Era, además, suelen ser lábiles y junto a esos somníferos artistas creados para responder a las necesidades del mercado (remedios para el estrés, la angustia y el insomnio) podemos encontrar algunos trabajos inspirados en músicas étnicas rituales como las danzas chamánicas, por ejemplo. En su desesperación por encontrar las claves para una civilización agónica y vacilante, estos arribistas del espíritu vuelcan la mirada hacia culturas a las que ellos mismos han puesto al borde de la extinción, en una suerte de patético mea culpa ecologista. Así, esta música es apenas un paliativo, un accesorio “occidentocéntrico” al servicio del ego, sin ningún atisbo de búsqueda sincera o inquietud artística.
Claro que este no es un alegato nihilista, y más alla de las estrategias de marketing y las manías por compartimentar está la música auténtica; esa que evade los bolsillos, calienta los corazones e ilumina las conciencias.
Dentro de la World Music las cosas son un poco más alentadoras, ya que si bien hay productos que hacen fruncir la nariz, existe una mayoría abrumadora de creaciones serias y lo único que se ha hecho es enrolar bajo el mismo nombre obras que se venían concretando independientemente de un rótulo que las abarque.
Integrar estilos y tradiciones musicales separados en algunos casos por siglos de evolución no es una tarea sencilla. Las músicas de los pueblos son parte integrante de sus cosmogonías; de sistemas de pensamientos que prefiguran la realidad, el mundo y el modo de habitarlo. “Real World”, el nombre elegido por Peter Gabriel para su sello discográfico es, en este sentido, casi una declaración de principios. No se trata solamente de ejercitar el exotismo, rescatando las tareas creativas de algunos pocos “iluminados” que habitan el tercer mundo, sino de restablecer el nexo entre las distintas experiencias que dignifican la creación musical humana. Generar un vínculo genuino entre las diversas realidades sonoras que pueblan esta tierra requiere de algo más que conocimientos e inquietudes musicales. La mayoría de las aproximaciones que occidente ha iniciado con el resto del mundo han sido, o bien paternalistas —una especie de conservacionismo étnico— o bien tendientes a usufructuar ese tesoro ancestral que nuestra devastadora cultura a reducido a su mínima expresión, para luego arrogarse su “descubrimiento”. Más allá de sus innegables logros musicales, muchas de las obras de Paul Simon responden a este signo. Un intercambio legítimo se constituye desde el acercamiento paulatino y sincero. Una actitud humilde y reverencial hacia las manifestaciones musicales de cualquier cultura ajena a nuestra realidad inmediata, suele despertar naturalmente ese mutuo respeto que garantiza una entrega reciproca, elemento primordial en la creación de una música “real” y consistente.
Una prueba de esto son los encuentros espontáneos entre músicos de distintas tendencias y nacionalidades, que han dado siempre resultados superiores —artísticamente hablando— a los logrados por las grandes producciones tendientes a generar material ad hoc para engrosar los catálogos.
Pero no solo de encuentros culturales se trata ya que también los artistas regionales están ahora en la vidriera de la aldea global. Músicos con una obra enraizada en sus tradiciones musicales; concebida, arreglada e interpretada por coterráneos en su propia tierra, han encontrado una franja de mercado que les permite ampliar la difusión de su dignísimo trabajo. Mal que nos pese (ya que el grueso dinero obtenido por las compañias retornará magramente a sus legítimos acreedores) es justo reconocer que a partir de la creación —en cada sello— de departamentos especializados en esta música, una enorme cantidad de público puede conocer a creadores geniales que, de otro modo, quedarían acaparados por la inocente avaricia de melómanos inquietos, musicólogos e incansables exploradores de lo desconocido. Afortunadamente, los sellos con producción independiente —como el del ya citado ex-Génesis— utilizan solamente la distribución de las grandes compañias, y al contar con una estructura de tipo cooperativo garantizan a los músicos una más justa redistribución de los ingresos.
Generalizando un poco, podríamos decir que aquél de más allá sirve para designar a los que, aún proveniendo del rock, conocen algunos ritmos más que el 4x4, escriben letras interesantes y son más o menos independientes en sus producciones; el del medio es usado para etiquetar a los amantes de la espiritualidad tipo sahumerio o “salve su alma que el mundo se parte” y el de más acá para embolsar toda aquella música empeñada en mezclar, fusionar o, en el mejor de los casos integrar, los sonidos de la cultura occidental —al norte del hemisferio— con los de grupos étnicos o regionales. Demás está decir que no hay novedad alguna en estas tendencias, y grupos como Los Beatles (por poner un ejemplo conocido por todos) recorrieron cada uno de esos territorios sin que nadie pensara jamás que estaban haciendo otra cosa que buena música.
El panorama de la New Age es uno de los más confusos y es habitual encontrar en las parcelas de este “nuevo” género desde grabaciones de Corales Lamaistas hasta discos de Canto Gregoriano, es decir, tradiciones musicales que tienen entre quinientos y dos mil años de antiguedad. Las fronteras de esta Nueva Era, además, suelen ser lábiles y junto a esos somníferos artistas creados para responder a las necesidades del mercado (remedios para el estrés, la angustia y el insomnio) podemos encontrar algunos trabajos inspirados en músicas étnicas rituales como las danzas chamánicas, por ejemplo. En su desesperación por encontrar las claves para una civilización agónica y vacilante, estos arribistas del espíritu vuelcan la mirada hacia culturas a las que ellos mismos han puesto al borde de la extinción, en una suerte de patético mea culpa ecologista. Así, esta música es apenas un paliativo, un accesorio “occidentocéntrico” al servicio del ego, sin ningún atisbo de búsqueda sincera o inquietud artística.
Claro que este no es un alegato nihilista, y más alla de las estrategias de marketing y las manías por compartimentar está la música auténtica; esa que evade los bolsillos, calienta los corazones e ilumina las conciencias.
Dentro de la World Music las cosas son un poco más alentadoras, ya que si bien hay productos que hacen fruncir la nariz, existe una mayoría abrumadora de creaciones serias y lo único que se ha hecho es enrolar bajo el mismo nombre obras que se venían concretando independientemente de un rótulo que las abarque.
Integrar estilos y tradiciones musicales separados en algunos casos por siglos de evolución no es una tarea sencilla. Las músicas de los pueblos son parte integrante de sus cosmogonías; de sistemas de pensamientos que prefiguran la realidad, el mundo y el modo de habitarlo. “Real World”, el nombre elegido por Peter Gabriel para su sello discográfico es, en este sentido, casi una declaración de principios. No se trata solamente de ejercitar el exotismo, rescatando las tareas creativas de algunos pocos “iluminados” que habitan el tercer mundo, sino de restablecer el nexo entre las distintas experiencias que dignifican la creación musical humana. Generar un vínculo genuino entre las diversas realidades sonoras que pueblan esta tierra requiere de algo más que conocimientos e inquietudes musicales. La mayoría de las aproximaciones que occidente ha iniciado con el resto del mundo han sido, o bien paternalistas —una especie de conservacionismo étnico— o bien tendientes a usufructuar ese tesoro ancestral que nuestra devastadora cultura a reducido a su mínima expresión, para luego arrogarse su “descubrimiento”. Más allá de sus innegables logros musicales, muchas de las obras de Paul Simon responden a este signo. Un intercambio legítimo se constituye desde el acercamiento paulatino y sincero. Una actitud humilde y reverencial hacia las manifestaciones musicales de cualquier cultura ajena a nuestra realidad inmediata, suele despertar naturalmente ese mutuo respeto que garantiza una entrega reciproca, elemento primordial en la creación de una música “real” y consistente.
Una prueba de esto son los encuentros espontáneos entre músicos de distintas tendencias y nacionalidades, que han dado siempre resultados superiores —artísticamente hablando— a los logrados por las grandes producciones tendientes a generar material ad hoc para engrosar los catálogos.
Pero no solo de encuentros culturales se trata ya que también los artistas regionales están ahora en la vidriera de la aldea global. Músicos con una obra enraizada en sus tradiciones musicales; concebida, arreglada e interpretada por coterráneos en su propia tierra, han encontrado una franja de mercado que les permite ampliar la difusión de su dignísimo trabajo. Mal que nos pese (ya que el grueso dinero obtenido por las compañias retornará magramente a sus legítimos acreedores) es justo reconocer que a partir de la creación —en cada sello— de departamentos especializados en esta música, una enorme cantidad de público puede conocer a creadores geniales que, de otro modo, quedarían acaparados por la inocente avaricia de melómanos inquietos, musicólogos e incansables exploradores de lo desconocido. Afortunadamente, los sellos con producción independiente —como el del ya citado ex-Génesis— utilizan solamente la distribución de las grandes compañias, y al contar con una estructura de tipo cooperativo garantizan a los músicos una más justa redistribución de los ingresos.
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