jueves, octubre 20, 2005

Chasin' The Trane. John Coltrane en libros.

"Qué le gustaría ser de aquí a diez años" preguntó el periodista.
Sin hesitar le respondió: "Me gustaría ser santo"


La oblicua fotografía en blanco y negro desnuda una mirada perdida quién sabe en que universo ("A partir de 1962 o ‘63 no recuerdo ninguna foto suya en la que este sonriendo", dijo alguna vez Joachim Berendt). Los naranjas y rojos de las letras que la circundan parecen ilustrar la opinión de aquel saxofonista japonés que en un párrafo del libro se refiere al sonido de Coltrane como "fuego liquido". Así, el simplísimo arte de la portada pone de manifiesto, simbólicamente, el fascinante mundo que rodea a John Coltrane: la contundente certeza de su música; lo enigmatico de su imponente figura.

Aproximarse a este libro equivale a irrumpir en dos clásicos al mismo tiempo. Por un lado el de un saxofonista mítico, un hombre que revoluciono la música contemporánea y es referencial básico para cualquier aproximación al jazz moderno. Por el otro, el de una biografía que, habiendo visto la luz por primera vez en 1975 y a través de innumerables reediciones, sigue siendo uno de los mejores retratos de la obra y la vida —si es posible separarlas— de este creador extraordinario.

J.C.Thomas reconstruye cronológicamente el paso de Trane por esta tierra, a través de un relato preciso y ameno al mismo tiempo, que pasa por alto las trivialidades típicas de las biografías, para profundizar especialmente en aquello que es substancial para comprender su intensa personalidad y el desarrollo evolutivo de su arte.

La narración va acompañada de innumerables citas y testimonios de personas que tuvieron un rol importante en la vida de Coltrane; desde amigos de su infancia hasta sus distintas esposas, pasando por músicos que lo acompañaron en los distintos proyectos y agrupaciones que lo tuvieron como protagonista. La inclusión de este material aporta una enorme riqueza documental, reforzando el texto central de la obra mediante la palabra viva de personajes tan interesantes como el pianista Bill Evans, con quien compartió el sexteto de Miles Davis en el disco Kind of Blue, el baterista Elvin Jones, miembro del cuarteto de Coltrane desde 1960 hasta 1966, los saxofonistas Dewey Redman y Rahsaan Roland Kirk o el compositor frances Michel Legrand por nombrar solo algunos.

El aspecto místico implícito en la labor creativa de "Trane" adquiere, en boca de sus coetáneos, ribetes reveladores: "Una vez, escuchando Ascension, ingresé en una especie de trance y me vi a mí mismo volando sobre África. Yo podía sentir el espíritu del continente entero y su pulsación, bullendo de vida. Podía escuchar la música Africana y la de Coltrane simultáneamente. Pero no podía ver a la gente; solo la jungla y las sabanas, aun cuando no me separaban del suelo más que 15 metros. Fue la música de John Coltrane la que me guió hasta allí; como si él mismo me llevara de la mano" cuenta el guitarrista John McLaughlin.

Sin eludirlos, el autor aborda los aspectos sombríos del autor de Resolution con sobriedad, sin detenerse anecdóticamente en ellos ni enfatizarlos, sino contextualizándolos en una dimensión humana cuyo eje estaba determinado por el cambio y la experimentación permanente. Para ello, Thomas elige conservar una saludable distancia del texto, sin emitir opiniones personales ni comprometerse emocionalmente con él. Es interesante observar el inteligente equilibrio que mantiene a lo largo de las páginas; un delicioso juego en el que detrás de la objetividad periodística puede advertirse la subjetividad que opera como motor del trabajo.

El libro contiene 16 páginas de fotografías y documentos gráficos, además de una completísima discografía (117 trabajos entre sus obras como sesionista, en colaboración y al frente de sus propias agrupaciones). Su estilo narrativo es simple, permitiendo una rápida asimilación del texto incluso a aquellas personas que no posean un perfecto dominio del inglés.

Chasin' the Trane es un documento imprescindible. Una herramienta necesaria para el delicado ejercicio que supone aproximarse a John Coltrane. Sencillamente, uno de los mejores músicos populares de este siglo.


Chasin' the Trane. The music and mystique of John Coltrane. Por J.C.Thomas, Da Capo Press, New York, 252 páginas (en inglés)

“World Music”. O de como la música del mundo produce mucho dinero en la nueva era.

Desde hace algunos años, el mercado discográfico norteamericano viene satisfaciendo su avieso interés en clasificar, rotular y empaquetar (sobre todo eso, empaquetar) mediante la creación de “géneros” musicales supuestamente nuevos. Algunos de estos nuevos compartimentos en las bateas son: Alternative Music, New Age Music y World Music.

Generalizando un poco, podríamos decir que aquél de más allá sirve para designar a los que, aún proveniendo del rock, conocen algunos ritmos más que el 4x4, escriben letras interesantes y son más o menos independientes en sus producciones; el del medio es usado para etiquetar a los amantes de la espiritualidad tipo sahumerio o “salve su alma que el mundo se parte” y el de más acá para embolsar toda aquella música empeñada en mezclar, fusionar o, en el mejor de los casos integrar, los sonidos de la cultura occidental —al norte del hemisferio— con los de grupos étnicos o regionales. Demás está decir que no hay novedad alguna en estas tendencias, y grupos como Los Beatles (por poner un ejemplo conocido por todos) recorrieron cada uno de esos territorios sin que nadie pensara jamás que estaban haciendo otra cosa que buena música.

El panorama de la New Age es uno de los más confusos y es habitual encontrar en las parcelas de este “nuevo” género desde grabaciones de Corales Lamaistas hasta discos de Canto Gregoriano, es decir, tradiciones musicales que tienen entre quinientos y dos mil años de antiguedad. Las fronteras de esta Nueva Era, además, suelen ser lábiles y junto a esos somníferos artistas creados para responder a las necesidades del mercado (remedios para el estrés, la angustia y el insomnio) podemos encontrar algunos trabajos inspirados en músicas étnicas rituales como las danzas chamánicas, por ejemplo. En su desesperación por encontrar las claves para una civilización agónica y vacilante, estos arribistas del espíritu vuelcan la mirada hacia culturas a las que ellos mismos han puesto al borde de la extinción, en una suerte de patético mea culpa ecologista. Así, esta música es apenas un paliativo, un accesorio “occidentocéntrico” al servicio del ego, sin ningún atisbo de búsqueda sincera o inquietud artística.

Claro que este no es un alegato nihilista, y más alla de las estrategias de marketing y las manías por compartimentar está la música auténtica; esa que evade los bolsillos, calienta los corazones e ilumina las conciencias.

Dentro de la World Music las cosas son un poco más alentadoras, ya que si bien hay productos que hacen fruncir la nariz, existe una mayoría abrumadora de creaciones serias y lo único que se ha hecho es enrolar bajo el mismo nombre obras que se venían concretando independientemente de un rótulo que las abarque.

Integrar estilos y tradiciones musicales separados en algunos casos por siglos de evolución no es una tarea sencilla. Las músicas de los pueblos son parte integrante de sus cosmogonías; de sistemas de pensamientos que prefiguran la realidad, el mundo y el modo de habitarlo. “Real World”, el nombre elegido por Peter Gabriel para su sello discográfico es, en este sentido, casi una declaración de principios. No se trata solamente de ejercitar el exotismo, rescatando las tareas creativas de algunos pocos “iluminados” que habitan el tercer mundo, sino de restablecer el nexo entre las distintas experiencias que dignifican la creación musical humana. Generar un vínculo genuino entre las diversas realidades sonoras que pueblan esta tierra requiere de algo más que conocimientos e inquietudes musicales. La mayoría de las aproximaciones que occidente ha iniciado con el resto del mundo han sido, o bien paternalistas —una especie de conservacionismo étnico— o bien tendientes a usufructuar ese tesoro ancestral que nuestra devastadora cultura a reducido a su mínima expresión, para luego arrogarse su “descubrimiento”. Más allá de sus innegables logros musicales, muchas de las obras de Paul Simon responden a este signo. Un intercambio legítimo se constituye desde el acercamiento paulatino y sincero. Una actitud humilde y reverencial hacia las manifestaciones musicales de cualquier cultura ajena a nuestra realidad inmediata, suele despertar naturalmente ese mutuo respeto que garantiza una entrega reciproca, elemento primordial en la creación de una música “real” y consistente.

Una prueba de esto son los encuentros espontáneos entre músicos de distintas tendencias y nacionalidades, que han dado siempre resultados superiores —artísticamente hablando— a los logrados por las grandes producciones tendientes a generar material ad hoc para engrosar los catálogos.

Pero no solo de encuentros culturales se trata ya que también los artistas regionales están ahora en la vidriera de la aldea global. Músicos con una obra enraizada en sus tradiciones musicales; concebida, arreglada e interpretada por coterráneos en su propia tierra, han encontrado una franja de mercado que les permite ampliar la difusión de su dignísimo trabajo. Mal que nos pese (ya que el grueso dinero obtenido por las compañias retornará magramente a sus legítimos acreedores) es justo reconocer que a partir de la creación —en cada sello— de departamentos especializados en esta música, una enorme cantidad de público puede conocer a creadores geniales que, de otro modo, quedarían acaparados por la inocente avaricia de melómanos inquietos, musicólogos e incansables exploradores de lo desconocido. Afortunadamente, los sellos con producción independiente —como el del ya citado ex-Génesis— utilizan solamente la distribución de las grandes compañias, y al contar con una estructura de tipo cooperativo garantizan a los músicos una más justa redistribución de los ingresos.

Dino Saluzzi Trío en Buenos Aires

Un Profeta en el Astral

Al comienzo de un documental llamado "Filming Othello", el cineasta Orson Welles afirmaba que "Una buena película es musical. Tiene movimiento, estructura rítmica, armonía, contrapunto. Un film no es perfecto hasta que no es musicalmente perfecto". Analógicamente hablando, la música podría verse también como una película en la cual los distintos elementos que la componen podrían "editarse" en una sola composición cuyo flujo narrativo sea tan perfecto que no evidencie costuras.

Auditiva y emocionalmente, la música de Dino Saluzzi encaja de maravillas en esta imagen, ya que la fuente heterogénea que nutre sus composiciones puede apreciarse fluyendo en el aroma del conjunto, pero nunca aislarse en referenciales fijos o convencionales.

Coincidiendo con las palabras incluidas en el programa del concierto, podríamos afirmar que Saluzzi ha estado siempre más interesado en el desarrollo de un sonido que en el de un estilo. Es por eso que su música privilegia la reunión de elementos expresivos antes que formales. Su lenguaje es, por así decirlo, pre-verbal. En Saluzzi, lo ancestral y lo biográfico devienen sonido, es decir, balbuceo, grito, furia o silencio. No hay alusiones paisajistas ni genéricas en su obra. No se refugia estructuralmente en un género ni procura desarrollarlo. Su búsqueda atañe a las fuentes mismas del sonido, creando un contexto donde la música —su música— expresa lo universal sin perder identidad. Saluzzi es inequívocamente argentino. Pero esta argentinidad no surge vulgarmente de sus composiciones ni del sonido de su bandoneón —emblemático instrumento tanguero que en sus manos evolucionó hacia dimensiones propias e insospechadas.

Una música con tal variedad de elementos consustanciales no puede eludir la transformación permanente. Es por eso que Cité de la Musique, el último trabajo de Dino Saluzzi para el sello ECM, refleja claramente este tránsito.

Con su presentación en mente y la misma formación que participó del registro discográfico —Saluzzi en bandoneón, José Saluzzi (hijo de Dino) en guitarra acústica y Marc Johnson en contrabajo— el trío desembarcó en Buenos Aires en noviembre, poco más de un año después de la última visita del salteño a la Argentina.

Aunque es frecuente que la música en vivo goce de mayor temperatura que la de estudio, en Saluzzi este contraste es muy pronunciado. Todo lo que habitualmente es considerado extramusical —su irradiante presencia en el escenario, su elocuente gestualidad, su acecho permanente hacia cuanto pasa a su alrededor— confluye magistralmente en sus conciertos, gestando un ambiente sensible y exigente al mismo tiempo; una suerte de ritual solemne —por las fuerzas que se conjuran— pero descontraído. En este marco, el espesor "climático" que puebla algunos pasajes de su música actual —esa densidad armónica que a mucha gente aburre— gana una emotividad que arruga el corazón e impide caer en el letargo. Del mismo modo, los momentos de mayor descarga expresiva se encienden con una intensidad arrasadora de la que poca cuenta dan sus discos.

Improvisando en vivo, Saluzzi es absolutamente increíble, una caja de sorpresas en donde el toque sutil y espaciado convive armónicamente con las vertiginosas ráfagas que emergen súbitamente de sus fraseos. Más que a un bandoneonista, Saluzzi se asemeja a una especie de ventrilocuo surreal. Su instrumento habla, conversa, gime y solloza, cuenta historias remotas en un lenguaje casi literario, en donde lo drámatico se interrumpe, respira y sigue su curso, conmueve pero no atropella. A sus composiciones más recientes, en cambio, la entrega y energía del concierto no les alcanza para mantener el mismo nivel de excelencia que sus solos. Algunas son brillantes y tanto la melodía principal como el desarrollo armónico que sirve de base a los solistas no dejan dudas respecto a su belleza. Otras, exponen un tema de auspiciosa riqueza para languidecer luego en progresiones —obvias o insubstanciales— que no benefician a las improvisaciones ni tienen un desarrollo muy cautivante.

El nuevo trío suena excepcionalmente ajustado tanto en la calma como en la tormenta. Las líneas en unísono —de gran complejidad técnica en algunos casos— son resueltas siempre con autoridad y en general todo el material escrito es tocado con una soltura que sumada al superlativo desempeño solista de Marc Johnson y de Saluzzi padre son los puntos altos del recital. El sonido profundo y visceral del contrabajista, por ejemplo, es desplegado con la naturalidad de quien se alisa el cabello. Es realmente maravilloso poder ver a un músico de la magnitud de Johnson en vivo, desatando sus innumerables recursos con un criterio y una musicalidad ilimitados. No lo es tanto cuando se lo ve demasiado apegado a las partes, cumpliendo un rol menor en relación a sus aptitudes.

Quizás uno de los aspectos que limita un poco las potencialidades de este grupo sea su asimetría. José Saluzzi es sin duda un gran músico y muestra en todo momento ductilidad y solvencia, pero aun no parece encontrar un lenguaje propio. Su estilo tiene marcadas influencias del sonido "mediterráneo" de guitarristas como Al DiMeola y sus solos —correctos y bien tocados— muestran, no obstante, un desarrollo previsible. Todo esto, que no es un pecado hablando como estamos de un músico muy joven, enfrentado a la jerarquía de los dos monstruos con los que convive, resiente un poco las posibilidades de interacción creativa del trío. Después de presenciar la soberbia performance de Marc Johnson en el escenario, nos queda la amarga sensación de que su talento no está lo suficientemente aprovechado.

Pero más allá de la características de esta formación y de las circunstancias propias de estos conciertos, la presencia de Dino Saluzzi en Buenos Aires nos sigue confirmando que su música, esa que "apunta a expresar la inmensidad de los sentimientos", es uno de los referenciales más importantes —acaso el único— en la conquista de un sonido inobjetablemente argentino, audaz y contemporáneo que, aun bandoneón mediante, no tenga el aroma explícito del lengue o las alpargatas.

Durante el segundo y último recital del grupo, un Saluzzi feliz y radiante ironizó sobre la posibilidad de ser "profeta en su tierra" y conversó íntimamente con el público acerca del destierro, su virtual exilio y la belleza de crecer junto a otros: "la música y la amistad, verdades de fin de siglo" dijo serenamente. Al instante la lluvia, arreciando sobre el techo del teatro, sumó su complicidad con un murmullo.

Luego de dos bises, Dino cerró el concierto solo, tocando una versión litúrgica de Viene Clareando, mientras abría grandes los ojos al cielo del Astral y las luces reflejadas por los herrajes del fueye pintaban constelaciones en las paredes del escenario. La ceremonia había terminado.

Profética o no, la música de Saluzzi ha ido gestando un universo propio que afortunadamente cada día cuenta con más acólitos. Parece que estamos creciendo juntos nomás.

martes, agosto 30, 2005

Acerca del Silencio

Introducción

“Amable y silencioso ve por la vida, hijo
amable y silencioso como rayo de luna
y en tu rostro, como flores inmateriales,
florecerán las sonrisas”

Amado Nervo

Para la mayoría de las personas, confrontarse con el silencio en cualquiera de sus manifestaciones suele ser una experiencia perturbadora. En el hombre contemporáneo, la noción de silencio evocada en forma más frecuente e inmediata, es aquella que está grabada en lo profundo de su castigada memoria sonora. Quien más, quien menos, casi todo el mundo ha vivido situaciones traumáticas caracterizadas por la represión de sus manifestaciones vitales más sonoras.

Irónicamente, esta vulgar y multiplicada noción de silencio que los humanos compartimos no surge de la quietud, sino del alarido, y está generalmente asociada a experiencias restrictivas vividas desde muy temprana edad. Es precisamente en estas situaciones represivas — tendientes, todas ellas, a mitigar el pánico al caos y el desorden que reina en nuestra civilización— donde podemos advertir el origen de esa incomodidad frente al silencio que es tan común en nuestra cultura. Desde los antípodas de su cauce natural —ya sea surgiendo de las cuerdas vocales de mamá o papá, o de la garganta trémula de nuestras maestras y preceptores— el silencio es invocado a los gritos y se nos va imponiendo, históricamente, como frontera de la expresión y paradigma de la incomunicación, la impotencia y el confinamiento.

Frente a este panorama, resulta evidente que una reivindicación del silencio como experiencia integradora de la identidad humana implica redefinirlo. Penetrarlo con una mirada más amplia, que nos permita desentrañar su origen y liberarlo de todo el lastre semántico que le fue impuesto por la dimensión trágica de nuestra cultura. De otro modo, ese contenido traumático que por lo general acompaña a las experiencias silenciosas, seguirá despojándolas de toda sutileza interactiva, objetivándolas, separándolas de lo experimentado, y transformándolas en vivencias disociadas; un silencio estéril que, habiendo perdido su naturaleza vital, se convierte en la manifestación de un estado de profunda confusión interior. El compositor y guitarrista británico Robert Fripp lo expresa del siguiente modo: "Algunos encuentran el silencio insoportable porque tienen demasiado ruido dentro de sí mismos. En mis cursos, antes de empezar a tocar, hacemos treinta minutos de silencio. Algunos estudiantes se levantan y se van porque no pueden aguantarlo. Pero se olvidan que cuando la música toma vida, el silencio siempre está cerca".

El silencio vital

“Pero porque pido silencio no crean que voy a morirme
me pasa todo lo contrario, sucede que voy a vivirme”

Pablo Neruda

Revalorizar el silencio como experiencia vital holística y redefinirlo como una presencia plena de sentido, que incluye sonidos orgánicos de naturaleza espontánea, reviste, sin dudas, cierta audacia revisionista.

En su versión más conocida y desnaturalizada, el silencio está siempre atrapado en la dialéctica de "lo de dentro y lo de fuera". Es esta suerte de disección —este descuartizamiento, como le gusta decir a Gastón Bachelard— lo que le infunde su carga de ansiedad. No es, en realidad, un verdadero silencio. Se trata más bien de un grito abortado.

Esta percepción parcial y distorsionada del silencio se evidencia claramente en los adjetivos que con mucha frecuencia se usan para describirlo. Expresiones como: impenetrable, asfixiante, denso, sólido o cortante, nos hablan a las claras de un silencio experimentado como algo infecundo. “No me agrada esta calma, este silencio muerto, sin carne, puro hueso.” dice un poema de Oliverio Girondo.

Investigar la raíz etimológica de la palabra silencio nos permite descubrir aspectos poco difundidos en su acepción peyorativa más frecuente y generalizada.
Efectivamente, la definición de los diccionarios de la lengua española se encuentra más cerca de un silencio fértil, capaz de revelarnos la estructura sensible de lo viviente, que de ese perfil sombrío que describíamos anteriormente.

En ninguna de las obras consultadas, tanto enciclopédicas como etimológicas, se define al silencio como ausencia de sonido, sino de ruido (Silencio, del Latín, Silentium: falta de ruido). Resulta interesante observar que el ruido (del Latín, Rugitus: sonido inarticulado y confuso, estruendo, alboroto, discordia) es señalado como una categoría del sonido y es ésta la que está excluida del silencio. Como Robert Fripp señala: "El silencio es una presencia muy tangible que a veces nos visita. Estamos acostumbrados a pensar en el silencio como la ausencia de sonidos. La calma podría ser la ausencia de sonidos. Pero el silencio es una presencia de una gran riqueza".

A partir de estos elementos, no resulta demasiado arriesgado ni pretencioso intentar re-definir al silencio como una experiencia orgánica y vital de naturaleza apacible que, a diferencia del ruido (cuya otra definición es: apariencia grande en aquellas cosas que en realidad no tiene substancia) surge siempre como expresión de plenitud.
Podríamos decir, entonces, que el silencio vital es aquél que nos revela la estructura sensible de todo lo viviente. Según afirma el filósofo Alan Watts: "Nos han enseñado que ir junto a lo natural, seguir la línea de menor resistencia, es algo indigno del hombre; pusilánime, un acto de debilidad totalmente incorrecto. Todos fuimos educados para ser enérgicos y agresivos, para emplear la fuerza".

"El mundo es sensible —dijo en alguna oportunidad Cesar Wagner parafraseando a Merleau-Ponty— no es un mundo de objetos". Y es precisamente esta enajenación denunciada por Watts, esta desvinculación de nuestra sensibilidad originaria la que nos lleva a manipular la naturaleza, desviando su cauce silencioso y generando la grotesca estridencia del mundo contemporáneo. Es probable que aprender, o tal vez reaprender a vincularnos con un silencio vibrante de contenidos, represente un acto de desprendimiento y por consiguiente, un ejercicio de humildad. La paradoja está planteada en la enorme generosidad que revela su presencia inasible. No podemos controlarlo o distorsionarlo como hacemos con el sonido ya que el silencio posee una autonomía que sólo admite entrar en resonancia. Esta complicidad con lo sutil ya fue narrada por Lao-Tsé en el Canto XIV del Tao-Te-Ching: "Aquello que miramos y no podemos ver, es lo simple. Lo que escuchamos sin oír, lo tenue".

Silencio y vacuidad

“¿Qué sería de la lluvia,
de esa insípida verticalidad
con su remedo de melancolía intermitente,
si ese silencio primal que deambula por tu orilla
no le besara las perlas;

delineando en el vacío su destino de guirnalda?”
Carlos Pagés

Occidente —y en cierta medida el oriente de los últimos cincuenta años— podría definirse como una civilización en la que prevalece el culto a la exterioridad, es decir, a todo lo que es deliberadamente explícito y manifiesto.

Fuertemente influenciada por el dualismo cartesiano y los viejos paradigmas la ciencia, la cosmovisión occidental parece orientada a fundamentar su existencia —y junto a ella, la modalidad perceptiva de toda experiencia— mediante la selecta aprehensión de algunos pocos y determinados aspectos de la realidad. Esta selectividad, que ha sido durante mucho tiempo la base epistemológica de las ciencias positivas, proviene de un sistema de valores que al cristalizar la percepción en su vertiente sensorial, fijándola en el tiempo y poniéndole coordenadas a los sucesos, prefigura el mundo de lo material, el mundo de las formas, las figuras y los objetos.

En el largo desarrollo histórico del arte occidental (tanto en el campo plástico como en el musical) las figuras tuvieron siempre un rol prevaleciente por sobre la configuración global. Durante siglos, el arte figurativo de occidente ha ido tiñendo nuestra percepción atribuyéndole a las mismas valores excluyentes. Es sumamente difícil, por no decir imposible, poder ver en estas obras el espacio como una forma en sí misma, con atributos propios. En todas las pinacotecas de este lado del mundo, el espacio carece de vitalidad porque no ha sido tratado como tal, sino como un simple soporte para el lucimiento de la figura. Se ha perdido, en este arte, el poder sugestivo de lo no manifiesto, dando lugar a una expresión fragmentada, en donde el objeto se define a sí mismo. Según el psicólogo George Leonard: "Para la mayoría de los miembros de nuestra cultura, la visión normal equivale a centrar los ojos en entidades o formas específicas, dotándolas de forma, un significado cultural y un nombre. Este tipo de visión es básicamente analítica y ejerce la labor de separar las figuras del fondo en el que puede decirse que existen, de crear objetos y de trazar límites definidos entre los mismos".

De manera análoga a lo expresado por Leonard, en el campo musical ocurre algo semejante. Más allá de cual haya sido la intención original de los compositores, en la ejecución de cualquier obra del vasto repertorio de occidente puede apreciarse que el silencio es considerado apenas un signo en el pentagrama; "una nomenclatura que sirve para representar la interrupción o ausencia del sonido" (Enric Herrera, teoría musical y armonía moderna); es decir, un simple punto de articulación entre las notas; algo parecido a la nada, cuya existencia virtual se encuentra despojada de valores musicales. Naturalmente, del otro lado de la onda sonora el panorama es el mismo, ya que escuchar un pasaje musical percibiendo la estructura silenciosa representa, para los oídos occidentales, una dificultad similar a la de ver, en un fondo, la figura.

La percepción que los orientales tienen del espacio, el silencio y el vacío
difiere substancialmente de la nuestra. Para ellos, estos conceptos no
representan una ausencia, sino una presencia de otro orden. "Los pintores
taoistas —dice Luis Racionero-— tratan el espacio como un factor positivo; no
como algo que queda por llenar y sobra, sino como el seno materno de las
formas, el manantial preñado de potencia de donde, por la danza vital de la
energía, nacen todas las formas... el espacio es el elemento principal en
estos cuadros. Es muy difícil pintar el espacio, porque es pintar el vacío;
sin embargo los artistas chinos saben la manera de hacernos ver sin pintar,
igual que los poetas sugieren sin decir".

A diferencia del hombre occidental que, en su visión inmanente, se consuela con la escasez y las inevitables restricciones de lo manifiesto, la perspectiva oriental nos reconcilia con un vacío fértil abundante de posibilidades; con un silencio saturado de músicas desconocidas. No hay aquí una polarización que nos llevaría a trasladar valores de la figura al fondo. Hay una riqueza que surge de la integración en la que ambos, silencio y sonido, se definen mutuamente en la reciprocidad del encuentro.

Según Lao-Tsé: "Todas las cosas del mundo provienen de la existencia, y la existencia de la no-existencia". Luis Racionero, por su lado, nos invita a visualizar lo consubstancial con la fuerza e intensidad de una epifanía: "Esta sensibilidad hacia el no ser, esta captación del vacío como algo tan real como las formas, esta culminante percepción del punto quieto donde el vacío genera la forma, donde el ser y el no ser se llaman, es el centro de la cámara del gozo supremo buscado y hallado por los catadores de silencio. San Juan de la Cruz, que estuvo allí, nos habló de él como la música callada..."

El silencio musical

“Tu haces el silencio de las lilas que aletean”
Alejandra Pizarnik

El silencio es, claramente, una experiencia musical y resulta prácticamente imposible hablar seriamente de música sin mencionarlo. Casi podríamos decir que la más extraordinaria maestría en materia musical, es aquella que nos conduce a ese momento crucial en el que cualquier ejecución cede paso frente a su monumental presencia.

Con la música grabada ocurre algo similar, ya que la mayoría de los esfuerzos dedicados a la investigación y el desarrollo de una metodología que incluya el uso de la música arriban, invariablemente, a esa instancia en que los aparatos de sonido y los discos se muestran impotentes para conquistar una altura emotiva que posea la intensidad, veracidad y transparencia del silencio.

Comprendido como una experiencia culminante y no como un origen incierto, el silencio es, probablemente, la mayor conquista musical ya que en él están contenidas todas las músicas posibles. Esta observación no se apoya sólo en el sentido metafórico del vacío germinal utilizado por el zen (aunque nada más alejado del silencio que ese vacío estéril en el que toda voluntad creadora resulta insuficiente) sino en su capacidad para auto-generarse dentro del propio clímax expresivo.

Este silencio musical del que estamos hablando no sólo participa estructuralmente de la música, sino que surge como respuesta inequívoca cuando la manifestación de esas fuerzas musicales en las que está implícito adquiere una magnitud extraordinaria. Dicho de otro modo, el silencio es ese espacio rico y vibrante de completud que se genera cuando los sonidos han dado ya todo de sí; cuando los matices, timbres y coloraturas expresaron todo su potencial y pasan entonces a organizarse en una nueva dimensión. Es por eso que este silencio musical es, repetimos, una experiencia culminante. Un ordenamiento diferente que solo es susceptible de ser percibido mediante lo no-racional; es decir, mediante esa sintonía sensible que nos convierte a nosotros mismos en materia silenciosa. El poeta y ensayista Santiago Kovadloff susurra al respecto: "Es al contenido de esa intensidad reacia a las definiciones, incalificable por lo tanto y a la vez abrasadora, tal como aflora melódicamente, a lo que yo llamo silencio musical. Presencia inequívoca y al unísono indiscernida, la música penetra en el silencio y se nutre de él. Lo absorbe, lo asimila, lo transforma y lo devuelve. Ella es la prodigiosa entonación de lo inefable en la que el hombre, convertido en oyente, puede reconocer su fibra más honda: la que lo inscribe en el devenir y hace de él realidad de un instante".

Si bien la percepción del silencio como un componente crucial en la estructura musical fue vivenciada a través de la historia por algunos visionarios, recién fue adoptada de un modo más general durante el transcurso de este siglo.

A partir del encuentro con las corrientes musicales de oriente comenzada por los impresionistas a fines del siglo XIX, el panorama de la música en occidente se vio enriquecido con la incorporación de pausas y climas sonoros que, hasta ese momento, no habían recibido un tratamiento cuidadoso ni investigados en profundidad. Este cambio fue de trascendental importancia ya que a través suyo se produjo una inversión en los valores que tradicionalmente influyen la composición musical: ahora el silencio también es protagonista y poco a poco se descubre que es él mismo quien está poblado de música. Su papel ya no es más actuar de fondo en una configuración en donde los sonidos son la figura.

Esta nueva manera de comprender, componer e interpretar música fue logrando paulatinamente una expansión de las fronteras musicales tradicionales. La incorporación del silencio y el espacio a la trama musical promovió la aparición de armonías más suspendidas y una sonoridad más abierta y abstracta, aunque sin perder la unidad de fondo, como es característico en la música oriental.

Algunos músicos fueron particularmente audaces en esta búsqueda. El genial compositor norteamericano John Cage, compuso una obra titulada "cuatro minutos, treinta y tres segundos" durante la cual el ejecutante se limita a levantar la tapa del teclado de su piano, dar vuelta las páginas de una partitura en blanco y observar su cronómetro hasta volver a cubrir las teclas, una vez agotado el tiempo de la pieza. Como resulta obvio, la música que Cage aspira despertar mediante esta composición es el propio diálogo que los oyentes del auditorio establecen con el silencio.

Pauline Oliveros, considerada por muchos como la creadora de la llamada "música meditativa" en occidente, desarrolló su conocido método Deep Listening (escucha profunda) a partir de sus propias experiencias con el silencio. A principios de los años '50, siendo ella una adolescente, recibió como regalo uno de los primeros grabadores a cinta que aparecían en el mercado. En lugar de registrar con él música o conversaciones, Pauline se dedicó a grabar —escuchando simultáneamente— el silencio de la noche que ingresaba por la ventana de su cuarto. Al rebobinar la cinta y oír su contenido, se dio cuenta que muchos de los sutiles sonidos registrados no habían sido escuchados por ella mientras grababa. Esta vivencia primera marcó el curso de toda su vida. Años después creó una pedagogía musical basada en la capacidad de escuchar profundamente sin la interferencia ocasionada por los "ruidos" mentales y su tarea actual consiste en improvisar música a partir de los imperceptibles sonidos que alberga el silencio.

A mediados de los '70, tal vez inspirado en una visión optimista de los principios que animaban la música funcional creada por Muzak, un artista del circuito avant garde londinense llamado Brian Eno, comenzó a investigar los efectos producidos en el humor y el bioritmo en las personas mientras escuchaban músicas compuestas por breves frases inmersas en vastos espacios silenciosos. Eno había observado que el silencio artificial que se generaba en la arquitectura moderna difería considerablemente del silencio vital de la naturaleza, con sus pulsos y resonancias. Esta música mínima a la que Eno llamó discreet music, procuraba revitalizar el silencio artificial recomponiendo el feedback natural que al establecerse entre los organismos y el medio ambiente, interviene en la regulación de los ritmos y ciclos biológicos.

Es indudable que estas transformaciones ocurridas en el seno de la creación musical no sólo estuvieron dadas por una revisión de los valores formales que conforman la música, sino por una apertura perceptiva, una vivencia más profunda y conmovedora del hecho musical, ya no como objeto de consumo o simple producción estética, sino como umbral de proyección hacia el conocimiento interior.

Fue a partir de las importantes transformaciones que acompañaron el nacimiento de este siglo (aquellas que sacudieron el espacio convencional de nuestra existencia, llevándonos del pensamiento mecanicista tradicional a una visión holística de la realidad) que pudimos aproximarnos al silencio con más profundidad, penetrando suavemente en sus misterios. Estas novedades conceptuales nos permitieron ver que, del mismo modo que en los procesos sub-atómicos el observador no puede ser separado de lo observado, sino que es parte integrante de una compleja red de relaciones, la vivencia del silencio no es un evento susceptible de ser objetivado y desmenuzado analíticamente. El acontecer silencioso no es sólo una experiencia auditiva. Lo estrictamente sensorial nos brindaría apenas una aproximación, una vaga noción de su naturaleza gigante.

La vasta profusión del silencio; la subjetividad que tiñe todo su alcance; su atemporalidad (¿Cuándo comienza y cuándo termina un silencio? ¿Qué coordenadas temporales podrían contener su eternidad?); la multiplicidad de vínculos posibles que destellan en su trama; la delicada vibración de su armonía, lo convierten en una vivencia de profunda resonancia empática que involucra y compromete a la totalidad del sistema viviente.

Un análisis fenomenológico de las expresiones de Rolando Toro en "Todo se vuelve música" nos permite aproximarnos al misterio del silencio como lenguaje musical omnipresente: "Si estamos conectados a nuestra propia palpitación, todo se vuelve música. Si podemos fluir a la palpitación de otro, respondiendo a su maravillosa lujuria, todo se vuelve música. Si caminamos en armonía con las estrellas, si somos parte del arco iris y recibimos la lluvia en la lengua, si podemos nadar en el viento, todo se vuelve música". El texto está preñado de silencio. Resulta revelador observar que las hermosas vivencias que las palabras de Toro traducen a músicas se gestan, en realidad, en su callada trama. Rolando parece intuir que la musicalidad tiene un origen silencioso y así lo insinúa. Toda esa sinfonía de colores, sabores y atracciones; toda esa melodía sensual y organísmica parece originarse en la silente intimidad de los procesos vitales.

Experimentar el silencio (más que oírlo o escucharlo) equivale a transitar un territorio preñado de ecos, imágenes, melodías y sensaciones que nos revelan un código de unidad. Las estrechas analogías que rigen los fenómenos musicales que se expresan calladamente nos remiten, gentilmente, a un lenguaje común (original y originario) que parece gestarse, una vez más, en esa elocuencia silenciosa que emana de la vida y sus procesos. "No deberíamos privarnos —dice Camilo Mauclair— por pereza en la practica y afinación de las facultades, de escuchar esos semisilencios de la naturaleza, en cuya vertiente murmura una armonía perpetua y, en cierto modo, una música permanente. No tenemos el menor criterio de esa música del silencio. Lo
tendríamos si pensáramos constantemente en la analogía que rige totalmente los ordenes de la percepción humana". Mauclair logra intuir esa empatía musical que liga estrechamente a la percepción con los fenómenos físicos insonoros, desatando una remota, aunque familiar, melodía interior: "La luz del mediodía, verticalmente vibratoria, siempre expreso en mi un sonido asáz análogo a las vibraciones armónicas del Si natural. Se advierte la luz, se la oye". Afirma Camilo.

El delicado roce de los pezones sobre los labios, el errático vuelo de un ave en el cielo nocturno, las manos de nuestros amigos trazando extraños diseños en el aire, evocan en nosotros millares de sonidos inaudibles. Sabemos que es música, pero no la escuchamos. Testimoniamos un suceso trascendente. Una vivencia que sugiere la existencia de un inmenso útero musical que, aunque contiene embrionariamente todas las melodías posibles, elige expresarlas sutilmente, con estimulante humildad. "Ciertos rumores-nos dice Mauclair-confirman la certidumbre del silencio y nos conceden medir mejor la intensidad del silencio que los rodea. En lugar de pensar que podemos arribar a dar la impresión del silencio de un modo parecido, podríamos ensayar transcribir el propio silencio, en su lenguaje real. Vale decir, la verdadera palabra de la atmósfera metafísica misma, lo que se expresa en el reino del alma cuando la vida mundana se calla. Y en verdad que ese silencio es un eco, y solo podrá traducirlo la música que posea la facultad de transcribir el silencio, de percibir de cierta manera el ruido suavísimo de las alas, ligeramente temblorosas, que suspenden entre cielo y tierra al ángel que toda melodía nos invita a intuir"

La consecución de un lenguaje capaz de restablecer la integración de aquello que, siendo inefable, conmueve por su elocuencia y siendo explícito extravía su significado, es sugerida por Santiago Kovadloff: "...hacer música —tanto como escucharla— equivale, para mi, en lo profundo, a guardar silencio. "Es necesario hacer música —dira Vladimir Jankelevitch— para obtener silencio" Musicalmente abordado, el silencio resulta ser el pronunciamiento melodioso de lo indesignable. El misterio de lo musical pareciera radicar en el prodigioso enlace logrado entre lo inasible de su sentido y el penetrante encanto de su repercusión. La música capta el instante y lo refleja sin detenerse. Por eso la sentimos, al unísono, como experiencia de la verdad y como verdad de lo que no alcanza a ser concebido".

El silencio como hierofanía

“Sentir la vida correr en mí como un río por su lecho,
Y allá fuera un gran silencio, como un dios que duerme”

Fernando Pessoa

En la trama de todo lo expuesto anteriormente podemos entrever que el
silencio no pertenece al campo de lo convencionalmente vivido o expresado.

El conjunto de modificaciones perceptivas, sensaciones y emociones que suelen estar implícitas en su vivencia nos permiten encuadrarla como una experiencia trascendente. Trascendente porque en ella se manifiesta, de manera pulsante, la totalidad que nos abarca, la sensible urdimbre donde se tejen los significados.

Paladear lo trascendente, penetrar su curso, nutrirse de su influjo, ha
sido (por sus profundas connotaciones místicas) tradicional y sistemáticamente descalificado —y reprimido— por la cultura occidental. Por el lado de la religiones institucionalizadas (que condenaron a sus verdaderos místicos, visionarios auténticos, a la marginación y la miseria por lo revolucionario de sus convicciones) fue reducido a una serie de rituales obsesivos sin conexión con lo cotidiano, tendientes, además, a reforzar el dualismo y la disociación, mediante la creación de un interlocutor entre nosotros y la grandeza que, a partir de ese acto, dejo de tener un templo en nosotros. Por el lado del materialismo, con su perfil igualmente dogmático, su proclividad a una razón desprovista de emotividad y su consiguiente carga de prejuicios, estas vivencias vinculantes fueron difamadas y estigmatizadas como pantallas del verdadero carácter dramático de nuestra vida terrenal.

Afortunadamente para nosotros, el conocimiento primordial, es decir, esta sabiduría iletrada que recorre nuestras células, diseñó en nuestro inconsciente un espacio de supervivencia de lo maravilloso que adquiere, en los arquetipos, un canal de expresión coherente, un suerte de memorándum de nuestra unidad con lo vivo. Desde esta óptica, el silencio es (con su aire paradojal, errático pero preciso, vago aunque certero) un puente entre lo sagrado y lo profano, un nexo sensible entre el semen y las estrellas.

En algunas reuniones de animada charla en las que inesperadamente se instala un silencio fugaz, es frecuente escuchar a alguna persona que proféticamente sentencia: "pasó un ángel". Esta figura arquetípica convocada popularmente (como arquetipo, el ángel es un mensajero del cielo —según Cirlot "símbolo de lo invisible, de las fuerzas que ascienden y descienden entre el origen y la manifestación"— nos invita a considerar a las vivencias silenciosas como una suerte de contemplación, en un sentido protagónico y participativo, de una potencia germinal y creadora, de una armonía que, aunque subyace en toda realidad, se oculta ante la mirada prosaica.

Esta filiación biocosmológica que se ilumina en el silencio suele ser descrita como una hierofanía, es decir, como algo sagrado que se nos manifiesta. Para Rudolf Otto, estudioso e historiador de las religiones, la clara armonía que se desprende de lo silencioso es una expresión de lo divino, lo numinoso: "En nosotros, el silencio es el efecto inmediato que produce la presencia del numen".

Incursionando más decididamente en el terreno de la sacralidad musical, Otto observa que "la música, que habitualmente puede prestar la expresión mas variada a todos los sentimientos, no tiene tampoco un medio posible de expresar lo santo. El instante más santo y más numinoso de la misa, la consagración, se expresa, aun en la mejor música cantada, por el silencio; la música enmudece, y enmudece por largo tiempo y por completo, de suerte que el silencio mismo se oye". Tanto en el carácter de sereno asombro que acompaña a las vivencias trascendentes, como en la misteriosa organización de la energía que prevalece en la musicalidad del silencio, nos encontramos frente a un tipo de experiencias que, aun surgiendo de lo mundano, rebasa claramente sus fronteras. El historiador de las religiones Mircea Eliade afirma que: "Lo sagrado se manifiesta siempre como una realidad de un orden totalmente diferente al de las realidades "naturales" ". Según él , la dificultad para dar expresión verbal a estos estados de realidad reside en que "el lenguaje se reduce a sugerir todo lo que rebasa la experiencia natural del hombre con términos tomados de ella". Si aceptamos que todos los lenguajes expresivos (no solo el verbal, sino el musical, el plástico o el poético) se forjan con elementos que surgen de esa realidad natural, y extendemos una analogía que los comprenda, podemos ver que, desde esta perspectiva, lo inefable —un aspecto del silencio— no es una categoría restrictiva, sino la consecución de un código de comunicación diferente, algo que supera las convenciones normativas de cualquier lenguaje para conversar con la grandeza, en un dialogo de serena y emotiva intimidad.

Esta ampliación de los limites de lo real que configuran lo sagrado, no es (como se piensa habitualmente) patrimonio de las religiones tradicionales de occidente. Esta cosmovisión, este conocimiento místico de la realidad, forma parte de una modalidad de comprensión de los fenómenos, inherente a la mayoría de las culturas aborígenes que pueblan -o han poblado- esta tierra. En un pequeño relato que narra sus vivencias visitando a los indios Xingu, el músico brasileño Egberto Gismonti deja entrever las secretas armonías naturales que, para esta tribu, son develadas por el silencio: "Esta relación con Sapaim (cacique y chaman) tuvo uno de sus puntos culminantes un día que estabamos por entrar en la selva, la selva virgen amazónica, y entonces él me dijo "aquí vamos a parar un rato". Estuvimos unos minutos en la boca de la selva; después entramos un poco y paramos de nuevo. Ahí me di cuenta que toda la selva estaba completamente silenciosa, no había ruidos. Estuvimos en esa situación unos minutos y de a poco comenzaron a escucharse de nuevo los ruidos de la selva, los animales, y todo fue recobrando su ritmo normal. Entonces Sapaim me dijo que ya podíamos entrar, porque la selva nos había reconocido".

Toda vez que la música eligió recorrer un sendero introspectivo, procurando desentrañar el origen de su propio misterio, el silencio (o alguna de sus múltiples y enigmáticas facetas) surge, invariablemente, como componente ineludible de ese transito sensible; un salvoconducto a esa abundancia desconocida. En los compositores clásicos, influenciados como estaban por las tradiciones religiosas de fuerte raigambre dualista (cuerpo-alma) estas obras, obviamente vinculadas a lo incorpóreo, son etéreas y se caracterizan por su asepsia y discreción. Su aproximación al silencio consiste en un recorte de la intensidad sonora hacia planos muy bajos; un pianissimo cercano, en ocasiones, al mutismo. El Misterium Tremendum , la presencia de lo sagrado, es expresada sottovoce (escuchar, por ejemplo "Neptuno, el místico", de la Suite "Los Planetas" de Gustav Holst).

En el caso de la música contemporánea (1950 en adelante) a raíz de
las grandes transformaciones de nuestros parámetros producto del psicoanálisis, la revolución sexual y los cambios paradigmáticos citados anteriormente, la búsqueda de lo espiritual se encuentra más integrada a lo corporal. Aquí el silencio no aparece remedado en los volúmenes mínimos, sino surgiendo como una interacción dialéctica vibrante y sensitiva. En muchos de los trabajos del compositor y trompetista Miles Davis encontramos los trazos distintivos de esta búsqueda (escuchar "Fall" o "Nefertiti" del álbum homónimo, "Flamenco sketches" en el disco "Kind of blue", o las introducciones de dos de sus temas más influyentes: "In a silent way" y el sugerente "Shhh / Peaceful"). En ellos, las figuras sonoras se sumergen en vastas planicies silenciosas. Este continuo flujo de apariciones y ausencias, respuestas e interrogantes, se va nutriendo recíprocamente y generando, al mismo tiempo, una dimensión sensual y sugestiva, cargada, por momentos, de un profundo erotismo en donde lo sagrado y lo profano están en armonía.

Después de muchísimo tiempo, Eros y Psique danzan, en el silencio, la añorada música del reencuentro,

Silencio y comunicación

“Escoge tu diálogo, tu mejor palabra o tu mejor silencio
mismo en el silencio y con el silencio, dialogamos”

Carlos Drumond de Andrade

"No es posible dejar de comunicarse" es el primer axioma de un libro de Paul Watzlawick llamado "Pragmatics of Human Comunications". En él, su autor relativiza el papel de la intencionalidad (entendiendo ésta como todo intercambio de comunicación a nivel conciente, voluntario y deliberado) como componente esencial de la comunicación, proponiendo en cambio que todo comportamiento en presencia de otra persona es comunicación.

Watzlawick, así como otros importantes científicos de la escuela cibernética estudiaron exhaustivamente la función del silencio en la estructura de la comunicación humana. Tanto él, como Gregory Bateson y Ray Birdwhistell sostienen que, en realidad, no tiene sentido hablar de comunicación verbal o no verbal. Ellos definen a la comunicación como una compleja trama que integra diversos lenguajes; esto es, un sistema de elementos que involucra la gestualidad, la mirada, los fonemas, la expresión kinésica y el silencio interactuando en contexto. Podemos inferir, por lo tanto, que la comunicación es un fenómeno de alta plasticidad, con un fuerte intercambio de roles protagónicos entre sus componentes cuya relación recíproca no esta fijada de antemano, sino que responde a cada experiencia en particular.

Entre los diversos elementos citados, el silencio posee, probablemente, el mayor potencial de acceso a la intimidad y es, de todos ellos, el menos contagiado por las patologías culturales.

Mediante el silencio, el registro de nosotros mismos y de los otros suele ser más fiel, rápido y certero que a través de otros lenguajes. Hay en él una potencia asertiva que abre camino hasta la propia fibra, descubriendo estratos del ser que están vedados a los sonidos o mensajes proveniente del exterior o incluso de nosotros mismos —entendiendo al propio pensamiento como una suerte de sonido o discurso interior—.

El silencio ingresa en nuestra intimidad con mayor facilidad que las palabras o las ideas, trascendiendo el ego y estableciendo un contacto directo e inmediato con aquello que es primordial en nosotros. Visto como una vía de acceso a regiones profundas de nuestra identidad, el silencio es una presencia sutil que favorece la emergencia del mundo sensible; dialoga con la pureza y adquiere en ella la capacidad de disuadir tanto las expresiones mundanas como las satisfacciones pueriles que caracterizan al lenguaje disociado. Es por esto que el silencio vivencial conlleva cierto renunciamiento; es decir, una humildad que elude con eficacia las afectaciones “civilizadas”.

Quisiera destacar enfáticamente la relevancia de esta emergencia sensible como fuente de comunicación genuina, ya que el registro auténtico y veraz de nuestro propio estado emocional y el de nuestro interlocutor, es un dato de vital importancia para la existencia de un verdadero feed-back en la comunicación. Probablemente, la única posibilidad de lograr un intercambio de información sincero y recíprocamente enriquecedor, sin repetir estereotipos de comunicación “correcta”, resida en esta experiencia.

Poética del silencio

“Deshaced ese verso.
Quitadle los cireles de la rima,
el metro, la cadencia y hasta la idea misma.
Aventad las palabras,
y si después queda algo todavía,
eso será la poesía”

León Felipe

En una maravilloso texto titulado "El lenguaje verbal, una aventura desesperada hacia la intimidad" Rolando Toro denuncia los mecanismos disociativos inherentes a la comunicación mediante la palabra: "Podríamos formular la hipótesis de que nuestro lenguaje es una extensión de nosotros mismos y que nuestras palabras constituyen la semántica del ser. Sin embargo, esto no es así, porque el hombre es capaz de disociar la vivencia de la expresión, es decir, puede construir falsos lenguajes. Si mis palabras son una expresión de mí mismo, una extensión mía, semejante a las extensiones de mi cuerpo, una secreción absolutamente real, entonces mis palabras deberían tener el sentido total de lo que yo soy como hombre. Pero esto no es así, debido a que en su trayectoria de formalización, el lenguaje enrarece sus vínculos con el origen e incorpora elementos de la cultura adquirida a través de la memoria. Estos elementos adulteran la pureza o veracidad de lo que nos proponemos decir."

Las dificultades inherentes a la comunicación mediante el lenguaje verbal y la palabra escrita han inquietado desde siempre a los buscadores de la verdad, entre ellos los propios literatos y poetas.

La sobredosis de verbo; la dispersión del sentido vinculante de la palabra generada por la profusión retórica; el abismo de soledad y la incapacidad de comunicación profunda enmascarados en la hueca jovialidad de un diálogo estéril, han sido denunciados frecuentemente por los artistas de la palabra.

Sobre el final de su vida, Goethe escribió: “Hablamos demasiado. Deberíamos hablar menos y dibujar más. A mí, personalmente, me gustaría renunciar por completo a la palabra y, del mismo modo que la naturaleza orgánica, comunicar cuanto tenga que decir por medio de dibujos. Esa higuera, esa lombriz, ese capullo en el alféizar de la ventana esperando serenamente su futuro, son firmas trascendentales. Una persona capaz de descifrar bien su significado podría dispensarse totalmente de la palabra escrita o hablada. Cuanto más pienso en ello, más me convenzo de que hay algo inútil, mediocre y hasta —siento la tentación de decirlo— afectado en la palabra. En cambio ¡cómo impresiona la gravedad y el silencio de la naturaleza, cuando se está cara a cara con ella, sin nada que nos distraiga, ante unas desnudas alturas o la desolación de unos viejos montes!”.

Resulta interesante ver como la profunda resonancia vivencial rescatada por Goethe en el final de su relato, inaugura una callada y sugerente dimensión que redime a su propia palabra del hastío por él mismo denunciado. Es probablemente este vínculo vivencial originario quien desata en nosotros el amanecer poético. A través de esa complicidad sensible que se enciende cuando entramos en contacto profundo con lo vivo, comenzamos a descubrir lo sutil, lo fugaz e imperceptible, el instante fecundo en donde lo racionalmente calificado de imposible puede suceder. Mediante esta experiencia transformadora, la palabra se ve gradualmente liberada de la afectación denunciada por Goethe y es impulsada a crear un lenguaje evocador de ese momento crucial en donde la realidad encarna en verso, en palabra originaria y por lo tanto de una veracidad ineludible.

Para Rolando Toro, “En el lenguaje poético establecemos la trama de un misterio fabuloso: la intimidad”. En un acuerdo sensible, Walt Whitman nos introduce casi confesionalmente a estos diálogos sutiles:

La humedad de la noche
Entra más profunda en mi alma
Que todas las palabras

La prodigiosa elocuencia de la naturaleza, discurriendo en un silencio poblado apenas por voces diminutas, ha impresionado siempre con fuerza a los artífices de la palabra viva. Con notable recurrencia los poetas abrevan en este vasto repertorio de certidumbres. Ellos logran intuir en la vitalidad de los silencios naturales una veracidad inquebrantable. Y descubren, por simple filiación biológica, que ese potencial de verdad arrasadora, ese antídoto contra los males de la palabra, también germina en ellos. En Whitman, esta certeza cobra una fuerza casi moral:

La prueba de quien soy
La llevo en mi rostro
Y con el silencio de mis labios
Anodado al escéptico

La tierna intimidad en la que el silencio alborea sus sonidos, despertando a sus gentiles habitantes, es revelada nuevamente en estos versos del hijo de Manhattan:

Deja las palabras,
La música y el ritmo;
Apaga tus discursos.
Túmbate conmigo en la hierba.
Sólo el arrullo quiero,
El susurro
y las sugestiones de la voz

La omnipresencia del silencio y su secreta complicidad con los oídos atentos, es narrada en este poema de Mario Quintana, quien al mismo tiempo le contrapone la banalidad y la verborragia que buscan, habitual y vulgarmente, conjurar el desasosiego que produce su profunda riqueza:

Hay un gran silencio que está siempre a la escucha...
Y la gente se pone a decir inquietamente cualquier cosa,
Cualquier cosa, sea lo que fuere,
Desde la cotidiana duda sobre si hoy llueve o no llueve,
Hasta tu mestafísica duda, Hamlet!
Y por todo y siempre, mientras la gente habla, habla y habla,
El silencio escucha...
Y calla

En el poeta Amado Nervo, el silencio cobra un carácter ritual, oficiando la eterna ceremonia del encuentro, ungido en los cálidos colores del crepúsculo:

Silenciosamente miraré tus ojos,
Silenciosamente tomaré tus manos,
Silenciosamente,
Cuando el sol poniente nos bañe
En sus rojos fuegos soberanos,
Posaré mis labios en tu limpia frente,
Y nos besaremos como dos hermanos

Para San Juan de la Cruz y otros místicos cristianos, la quietud y el silencio han sido comprendidos como una sola entidad: no puede concebirse uno sin la presencia del otro. Para ellos, la quietud y el silencio actúan como sistema y poseen un poder balsámico que alivia las enfermedades del ego —la ansiedad, por ejemplo— estimulando la vinculación trascendente. Entendida como no-acción, la quietud es, además, un recurso frecuentemente utilizado para ampliar el campo perceptivo, deteniendo el curso “lógico” de los acontecimientos. El Don Juan de Castaneda llamaba a este ejercicio “parar el mundo”. Thomas Merton, poeta, monje trapense y visionario, rescata la filiación ontológica de la quietud y el silencio, y los propone como llaves para acceder al misterio de la existencia:

Quédate quieto
Escucha las piedras del muro
Sé silencioso, tratan de decir tu nombre.
Escucha los muros vivientes.
¿Quién eres?
¿Quién eres?
¿De qué silencio eres?

Fiel a su naturaleza como materia poética por excelencia, el silencio no siempre es invocado por su nombre. Su tremendo poder balsámico es muchas veces aludido metafóricamente, en un acuerdo natural con su esencia inefable. Ezra Pound, en su poema “Francesca”, lo desea, lo sugiere, lo ansía. Lo desea como aguamarina que disuelva sus pensamientos confusos. Lo sugiere en la danza, encarnado en la caprichosa coreografía de la simiente. Lo ansía como marco para el reencuentro. Francesca, amada en el silencio, se libera de la vulgaridad:

Tu saliste de la noche
Y había flores en tus manos,
Ahora saldrás de entre un barullo de gente,
De entre un tumulto de conversaciones sobre ti
Yo que te había visto entre las cosas prístinas
Me encolericé cuando decían tu nombre en sitios ordinarios
Quisiera que las olas frescas cubrieran mi mente,
Y que el mundo se secara como una hoja seca,
O como semillas de diente-de-león fuese aventado,
Para que pueda encontrarte de nuevo,
Sola

Las dificultades para encontar un alivio a los males de la humanidad mediante el lenguaje verbal —representada simbólicamente en el mito de la Torre de Babel— es un tema recurrente en la poesía de todos los tiempos. Dos grandes poetas latinoamericanos, Pablo Neruda y Oliverio Girondo, fueron entrañables amigos del silencio e invocaron siempre su imagen como antídoto e instrumento para conjurar los problemas de la incomunicación.

En este fragmento del poema “Lo que esperamos”, Girondo profetiza el glorioso reencuentro del hombre con sus verdades más primordiales y recurre al silencio para reafirmar la certeza de esta filiación:

Y entonces... ¡Ah! ese día
Abriremos los brazos
Sin temer que el instinto nos muerda los garrones,
ni recelar de todo, hasta de nuestra sombra;
y seremos capaces de acercarnos al pasto,
a la noche, a los ríos,
sin rubor, mansamente,
con las pupilas claras,
con las manos tranquilas;
y usaremos palabras sustanciosas, auténticas;
no como esos vocablos erizados de inquina
que babean las hienas al instarnos al odio,
ni aquellos que se asfixian en estrofas de almibar
y fustigada clara de huevo corrompido;
sino palabras simples, de arroyo, de raíces,
que en vez de separarnos nos acerquen un poco;
o mejor todavía, guardaremos silencio
para tomar el pulso a todo lo que existe
y vivir el milagro de cuanto nos rodea,
mientras alguien nos diga, con una voz de roble,
lo que desde hace siglos esperamos en vano.

En el poema “A callarse”, el inmenso Pablo Neruda apela al silencio como dinamizador de una transformación evolucionaria; la antesala de una alborada que libere al hombre de sus pueriles miserias:

Ahora contamos doce
Y nos quedamos todos quietos

Por una vez sobre la tierra
No hablemos ningún idioma
Por un segundo detengámonos
No movamos tanto los brazos

Sería un minuto fragante,
Sin prisas ni locomotoras
Todos estaríamos juntos
En una inquietud instantánea

Los pescadores del mar frío
No harían daño a las ballenas
Y el trabajador de la sal
Miraría sus manos rotas

Los que preparan guerras verdes,
Guerras de gas, guerras de fuego,
Victorias sin sobrevivientes,
Se pondrían un traje puro
Y andarían con sus hermanos
por la sombra, sin hacer nada

No se confunda lo que quiero
Con la inacción definitiva:
La vida es sólo lo que se hace,
No quiero nada con la muerte

Si no pudimos ser unánimes
Moviendo tanto nuestras vidas,
Tal vez no hacer nada una vez,
Tal vez un gran silencio pueda
Interrumpir esta tristeza,
Este no entendernos jamás
Y amenazarnos con la muerte

Los poetas, visionarios implacables, encuentran en el silencio el asiento de la verdad primordial; la reserva moral y ética para el renacimiento del lenguaje.

A modo de silencio

“Dejame que te hable también con tu silencio
claro como una lámpara, simple como un anillo”

Pablo Neruda

Vivimos, como humanidad, una intensa crisis que corroe cotidianamente las raíces de nuestro ser en el mundo. El brutal desmantelamiento de los valores vitales, éticos y estéticos imperante, se nos impone diariamente como una realidad cruda y difícil de digerir. El acentuado pragmatismo predominante provoca una perversa ruptura en el fluir natural de las vibraciones, ideas, sensaciones y vivencias que constituye nuestra humana dignidad; fuente esta de nuestra particular manera de ver el mundo y materia primordial de cualquier obra o actitud vital y artística.

En una sociedad tan fragmentada en su integridad; acelererada frenéticamente por las blancas líneas en donde suelen circular los sueños malogrados; y con un desplazamiento patológico de los contenidos al continente, la recuperación del silencio se nos impone como una necesidad de orden poético. Ella implica restaurar en nosotros esa facultad interior de percepción de la vida, actualmente empobrecida. Las dificultades inherentes a la comunicación mediante cualquier lenguaje expresivo (llamamos comunicación a esa resonancia conmovedora que sacude nuestra intimidad y no a la histeria alienante propalada por los mass media) encuentran en el cauce del silencio un vasto repertorio de certezas que facilitan la expresión auténtica. A diferencia de la masificación y la homogeneidad que producen las afectaciones técnicas y tecnológicas que anegan buena parte del panorama tanto artístico como existencial que nos circunda, el silencio es un tránsito por lo indiferenciado que enriquece nuestra diversidad e ilumina nuesta identidad mediante la luz de la inocencia.

En las muchas veces aberrante estridencia de nuestro mundo sonoro, el
silencio y la exquisita trama que conlleva, nos guiñan con su aire paradojal. Para aquellos que afinan en su frecuencia, él es una matriz fecunda, capaz de clausurar la alienación disonante y los mensajes caducos, renovando nuestro potencial expresivo con su diáfana sonoridad. Ser parteros de silencio es la tarea. Alumbrar este renacimiento.


Fuentes bibliográficas consultadas

• Bachelard, Gastón; La poética del espacio, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 1965.
• Bateson, Gregory; Espíritu y naturaleza, una unidad necesaria, Amorrortu Editores, Buenos Aires, 1990.
• Cirlot, Juan Eduardo; Diccionario de símbolos, Editorial Labor, Madrid, 1992.
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• Espasa Calpe; Diccionario de la Real Lengua Española, Madrid, España.
• Fripp, Robert; Entrevista en el diario “Página 12”, Buenos Aires, 1995.
• Gismonti, Egberto; Entrevista en la revista “Expreso Imaginario”, Ediciones de la Ventana, Buenos Aires, 1978.
• Goethe, Juan; citado en “las Puertas de la Percepción”, de Aldous Huxley.
• Huxley, Aldous; Las Puertas de la percepción, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1962.
• Kovadloff, Santiago; El silencio primordial, Emecé, Buenos Aires, 1993.
• Lao-Tsé; Tao-Te-Ching, Ediciones Morata, Barcelona, 1983.
• Leonard, George; El pulso silencioso, Edaf, Madrid, 1978.
• Mauclair, Camilo; La Religión de la música, Editorial Tor, Buenos Aires, 1942.
• Otto, Rudolf; Lo santo, Alianza Editorial, Madrid, 1985.
• Pagés, Carlos; Biodanza y música, artículo en la revista Kiné, Buenos Aires, 1994.
• Pellegrini, Aldo; Para contribuir a la confusión general, Editorial Leviatán, Buenos Aires, 1987.
• Racionero, Luis; Textos de estética taoista, Alianza Editorial, Madrid, 1983.
• Toro, Rolando; Lenguaje verbal, una aventura desesperada hacia la intimidad, apuntes de EBBA, Buenos Aires, 1990.
• Toro, Rolando; Teoría da Biodança, coletânea de textos, Vol. I y II, Editora ALAB, Fortaleza, Brasil, 1992.
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• Watts, Alan; OM, la sílaba sagrada, Editorial Kairós, Barcelona, 1980.
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• Nervo, Amado; Elevación (sin datos editoriales).
• Nervo, Amado; Serenidad (sin datos editoriales).
• Pessoa, Fernando; Poemas, Fabril Editora, Buenos Aires, 1978.
• Pizarnik, Alejandra; Antología esencial de poesía argentina, Aguilar, 1982.
• Pound, Ezra; Antología, Editorial Visol, Madrid, 1979.
• Quintana, Mario; Esconderijos do tempo, Editorial L y PM, Porto Alegre, Brasil, 1980.
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• Davis, Miles; Nefertiti, Columbia Records, 1967.
• Davis, Miles; In a silent way, Columbia Records, 1969.
• Eno, Brian; Discreet music, EG records, 1976.
• Holst, Gustav; The Planets, Berliner Philharmoniker, Deutsche Grammophon, 1981.
• Jarret, Keith; Köln concert, ECM Records, 1975.
• Jarret, Keith; Solo concerts / Bremen & Lausanne, ECM Records, 1973.
• Oliveros, Pauline; Deep listening, New Albion Records, 1989.

lunes, diciembre 27, 2004

Vaga Incursión en la Música de Películas

Primera parte: Un viaje al delta

Carla Bley, modelo 1979Estoy recostado sobre la alfombra del living escuchando “Jesus Maria”, un tema de Carla Bley interpretado por el Jimmy Giuffre Trío. Enseguida, el clarinete de Giuffre suelta un puñado de notas que organizan de inmediato la energía del ambiente. Son pocas, pero precisas. Un chasquido grave y pegajoso suena de pronto junto a un piano que, a lo lejos y como pidiendo permiso, intenta sumarse a este milagro. Claro, están Paul Bley y Steve Swallow. Pero eso, ¿a quién le importa?

El cuarto está iluminado, de modo que la creciente oscuridad que se avecina me indica que estoy cerrando los ojos. Puedo ver un gris destellante que deviene azul con verde, así, como colores mezclándose. De pronto estoy en Tigre. El paisaje es familiar, pero las personas que me acompañan no... ¿Qué hace Jimmy Giuffre en Tigre?... ¿Me habré dormido?... Me parece que no, ya que siento a mi hijo jugar en el otro cuarto, acá en mi casa de Villa Ballester. Bueno... en realidad lo percibo vagamente, porque yo estoy en el delta, junto a Jimmy, viendo como el agua del estuario se incorpora, abandonando su calma homogénea. Algunos fragmentos se independizan para formar una corona como esas que hacen las gotas de leche en las fotografías macro. Sólo que aquí no hay gotas cayendo. Apenas el agua, que, indiferente, continúa danzando su color liláceo o cualquier otra tonalidad que surja del clarinete.

Abro suavemente los ojos. El trío reaparece y se adueña del espacio con dulzura. Al cerrar de nuevo los párpados, veo brotar del instrumento del viejo Giuffre una niebla que me envuelve, cálida. En cada pausa de la melodía, los muelles y las escaleras del embarcadero suspiran en silencio. La niebla es ahora una especie de bufanda policromada que late y ronronea. Es música... ¿Cómo decirlo?... corporeizada. Se ve la música, se la toca. Lentamente, los distintos elementos que componen la imagen parecen mudarse a una dimensión orgánica, en la que lo sonoro es también sangre y fibra. Hay un enigmático sentido musical implícito en sus movimientos. A cada latido, en cada pulso, la bufanda entibia más mi cuello y la visión entera resplandece por el influjo de los sonidos frescos surgiendo a borbotones. ¿Esto se grabó en 1961? Pero... si lo están tocando ahora, o tal vez mañana, como decía Johnny, el alter ego de Charlie Parker en aquél cuento de Cortázar. Además... ¿Qué es el tiempo en esta inmediatez?

La vivencia musical

No sé si Carla Bley habrá compuesto música para películas. Y, que yo sepa, Jimmy Giuffre jamás sopló su clarinete para tales fines. En realidad no importa. Si los incluí en el breve relato autobiográfico que inicia esta nota, es porque juntos fuimos protagonistas de un suceso que me gustaría definir o nombrar como vivencia musical.

Este tipo de experiencias suele ir más allá de lo que conocemos como escuchar música. No hay, en este acontecer, oídos sensibles o inteligentes disfrutando de ella o evaluando sus cualidades. Tampoco hay criterios estéticos que por su afinidad o defecto nos aproximen o alejen del estímulo sonoro. Se trata, más bien, de una suerte de fusión o encuentro; un fenómeno sensorial y anímico que nos permite percibir cierta correspondencia o analogía entre la luz (las imágenes) y los sonidos (la música). Bajo este enfoque, la calidad de esta última no estaría dada por sus valores formales, sino por su capacidad para estimular ese núcleo integrador al que hacemos referencia. La "mejor" música será, en este caso, aquella que cuente con un mayor potencial evocador.

En cualquier situación en donde se apague la estridencia del mundo contemporáneo y se favorezca la manifestación de un estado de percepción ampliado —atravesando, por ejemplo, un bosque cerrado o caminando por la playa en el crepúsculo— lo primero que cualquier espíritu sensible atestigua es la coherencia entre los distintos componentes de eso que llamamos realidad. Cada vez que nos alejamos de lo convencional, es decir, de la lógica deductiva que nos describe el mundo a partir de su fragmentación, ingresamos a un universo perceptivo donde sólo existe lo global. Percibimos en este campo una vastísima red de relaciones en donde lo particular tiene apenas una existencia precaria porque no hay, sencillamente, conceptos para definirlo. Se trata de una experiencia de integración en la que los elementos no pueden percibirse en forma aislada sino asociada. Allí, lo específico no existe porque su existencia, simplemente, no podría concebirse y cualquier intento de clasificación objetiva carecería de sentido.

En este “mundo”, lo sensorial suele tener límites imprecisos, y los atributos de esa realidad circundante en la que estamos inmersos están emparentados por códigos comunes. Hay sonidos que son imágenes e imágenes que son sabores. Lo que es tocado se escucha y los sabores se tiñen de colores insólitos.

Creo que el cine se nutre de esta especie de analogía sensorial que habita en nosotros. Es más, creo que una sala cinematográfica es un territorio mágico que, al igual que algunos escenarios naturales, promueve el acceso a esa percepción holística de la que hablaba antes.

Orson Welles, filmando musicalmenteObviamente, un director no necesita ni tiene porqué compartir esta teoría o haber pensado jamás en ella para realizar una película. Lo que quiero sugerir es que este principio unificador es inherente a la percepción humana, y es a partir de él que se construye todo aquello que da sustancia al arte cinematográfico, ya sea que se medite o no acerca de ello. Poética e intuitivamente, el cineasta Orson Welles se refería a este fenómeno del siguiente modo: "Una buena película es musical. Tiene movimiento, estructura rítmica, armonía, contrapunto. Un film no es perfecto hasta que no es musicalmente perfecto" (O.Welles, Filming Othello).

Esta premisa nos invita a considerar la creación de música para películas como algo mucho más sutil que ponerle sonido a las imágenes. Tal vez podríamos definirla como el arte de gestar entidades artísticas sin fisuras, de crear totalidades; un ejercicio vinculado a las funciones cerebrales del hemisferio derecho, el más idóneo en la percepción de configuraciones globales.

Toda existencia es una relación


Lo que observamos como un flujo coherente durante la proyección de una película está formado, en realidad, por la convergencia de centenares de fragmentos filmados y grabados en días, climas, escenarios y emociones diferentes. Ninguno de esos trozos, por logrado que esté, tendría el mismo valor aislado del conjunto. Sabemos, además, que aunque un guión, una escenografía, una interpretación o un encuadre puedan tener un valor intrínseco, la simple acumulación de estos elementos, por más brillantes que sean individualmente, no garantiza tampoco buenos resultados artísticos. Inversamente, ideas que no parecen muy importantes en sí mismas cobran, en la totalidad de la pieza, un brillo excepcional.

Janet Leight,y un grito que hizo historiaLa genialidad de los grandes creadores consiste, precisamente, en no perder la unidad de sentido al diseñar los diferentes aspectos que componen una obra. Vayan si no por ejemplo los chillidos de violines que acompañan la escena del asesinato en "Psicosis" de Alfred Hitchcock. ¿Podría concebir alguien una música que, como tal, fuera más pobre e insulsa; más desgraciada y desvalida? El compositor Bernard Herrmann, creador del célebre pasaje mencionado, lo ejemplifica así: "Una película esta hecha por segmentos que luego son puestos juntos mediante el montaje. La función de la música es pegar estas piezas dentro de un solo diseño para que los espectadores puedan sentir que la secuencia es fluida. Esta es una de las grandes paradojas de la música para cine: una música correctamente usada puede ser muy pobre en su calidad y ser efectiva y otra, de magnífica calidad, no funcionar en absoluto" (B. Herrmann, Film Scores, from Citizen Kane to Taxi Driver).

Como bien dice Herrmann, la inmensa mayoría de las músicas para películas son incidentales. Han sido concebidas para reforzar el carácter dramático de algunas imágenes, actuar como nexo entre los distintos planos de una secuencia, incrementar el ritmo del montaje, etc. Esta funcionalidad congénita, sumada al hecho de trabajar en escenas cuyo matiz emocional ha sido previamente definido y con tiempos acotados de duración en pantalla —y de producción en general— hacen que la expresión musical en un sentido "puro", se vea, en el cine, sumamente restringida. Es muy difícil que los sonidos que pueblan una realización cinematográfica se sostengan en ausencia del film; mucho más aun cuando las imágenes del mismo son desconocidas o se han borrado de la memoria del espectador-oyente. En contadas ocasiones, los "temas" que se utilizan durante los títulos de apertura, los pasajes melódicos tendientes a crear climas o despertar la emocionalidad sin estar tan atados a la acción y, por supuesto, las canciones de comedias musicales, pueden ser un poco más redondos en sí mismos, pero ninguno es una creación artística per se.

Esta suma de características, lejos de ser un defecto, constituye lo esencial en las músicas para películas, porque ellas no han sido creadas para tener una existencia independiente ni ser simples subsidiarias de las imágenes. Fueron creadas en función de una expresión artística que las integra.

Si me apuran un poco me animaría a decir, incluso, que la música para películas no es música. Ese es apenas el nombre que le damos. En el paradójico milagro que conocemos como cine, la música abandona momentáneamente su identidad para recuperarla, iluminada, mediante la interacción global de elementos que dan origen a este arte. ¿O acaso el aire y nosotros no somos entidades recíprocamente abstractas, que se revelan a sí mismas mediante ese intercambio afectivo que es la respiración?

Me parece, en definitiva, que la música para películas es tan sólo una ilusión. O dicho de una manera más radical: la música para películas no existe. Existe el cine.

Música del Corazón

Entrevista a Quique Sinesi

Quique SinesiEl cartelito decía: "No funciona el timbre". Un par de golpes sobre la madera de la puerta fueron la alternativa obvia. "¡Hola!" -dijo una cara sonriente desde la ventana- "mirá, ehh... mi mujer se llevó la llave". Adormilados aún por la siesta, los vecinos del barrio de Floresta miraban sorprendidos a ese tipo que ingresaba trepando las rejas del balconcito con un grabador en la mano. Adentro esperaba el cálido universo de quien con poco más de treinta y cinco años, y en un medio donde las cuerdas se sacan chispas, es, hoy por hoy, uno de los mejores guitarristas de nuestro país.

Miembro de bandas legendarias como Madre Atómica y Raíces, integrante del cuarteto de Dino Saluzzi que sacudió a los alemanes en los '80 y fundador del trío Alfombra Mágica, Sinesi es, además, uno de los músicos más requerido por sus pares. En los últimos tiempos ha tocado y grabado con Straijer-Hurtado, Juan Falú, Jorge Cumbo, Marcelo Moguilevsky y muchísimos etcéteras. Participó en el registro y la misce en escene de esa bella obra de Silvia Iriondo llamada Río de los Pájaros. Se empalmó al retorno de Raíces y es integrante del Quinteto para el Nuevo Tango de Pablo Ziegler, agrupación con la que giró por Europa, EEUU, Canadá y América del Sur en varias oportunidades. Compositor prolífico, cuenta con una abundante producción solista en relación a sus escasas ediciones.

Mientras escuchaba la hermosa melodía de Contramarea -uno de sus temas incluido en Cielo Abierto- pensaba que quizás porque todavía nos creemos "el granero del mundo", los argentinos nos damos el lujo de ignorar a creadores de este calibre.

Pasen y vean, aquí hay un músico que a sus dotes en el instrumento le suma sencillez y humildad, un par de virtudes que no deberían faltar en ningún artista.


Hermana guitarra

Geranio - Entre los músicos instrumentales existe un prejuicio bastante difundido con respecto a la canción, como si esta fuera un género menor ¿Cómo te relacionas vos con las canciones y los cantantes?

Quique Sinesi - A mí me gustan. Por ejemplo la música de Jaime Roos. Me parece que dicen muchas cosas ¿no? Yo no tengo ese prejuicio. Si algo me llega o me parece sincero ya está. Y en el caso de Roos o Mateo (Eduardo) que están diciendo cosas y la música, lo que suena atrás, es impresionante... Por ahí si dice cosas y la música no me atrae no lo escucho tanto. Ese si puede ser un prejuicio. Pero si me gusta la música y lo que dice, me atrapan. Si está diciendo algo, como las canciones populares, el tango o el folclore, que tiene que ver con uno, o si transmiten optimismo o una visión diferente, me atraen, sea una canción o cualquier forma de expresión que diga algo.

Geranio - ¿Cómo te iniciaste Quique? Es decir, en algún momento decidiste ser músico...

Quique Sinesi - Sí. El primer contacto que yo tuve fue mas o menos a los ocho años. Mi viejo compró una guitarra que era para mi hermana...

Geranio - La vieja historia del padre que compró una guitarra...

Quique Sinesi - Si (risas) Finalmente empecé a tocar yo antes que ella. Después empezamos a tocar juntos, a jugar con la música. Un tío que tocaba tango me pasó algunos acordes y me enseñó el tango, así, bien tradicional. Ese fue mi primer contacto, aunque mi vieja cuenta que cuando apagaba la radio y paraba la música me ponía a llorar, así que creo que venía de antes. A los catorce ya empecé a tocar todos los días y apareció como una decisión de hacer música, así, todos los días, todos los días...

Geranio - ¿Cómo se fue definiendo tu interés por lo instrumental?

Quique Sinesi - Bueno, en esa época el rock era otra cosa. Yo empecé con el rock. Escuchaba a los Beatles, después vino el rock elaborado, el sinfónico, Génesis, Emerson, Lake & Palmer, King Crimson. Era un abanico de música toda distinta y creo que había una apertura. Vos escuchabas junto a eso una canción simple, de los Beatles, o del rock de acá incluso. Yo en ese tiempo escuchaba a Sui Generis. Tocábamos con mi hermana los temas de Sui Generis. Todos los temas. Después, empecé a escuchar programas de radio en los que de golpe aparecía un grupo como Premiata Forneria Marconi. Había un programa que se llamaba El Tren Fantasma, que pasaba todo el lado de un disco. Yo me comía esos programas. Ahí empecé a escuchar otra música en la que por ahí cantaban un pedacito y después tocaban todo instrumental. Había un misterio que me atraía en esas músicas. Incluso, en las revistas de rock aparecía Gismonti o Hermeto (Pascoal) y yo decía ¿rock-Gismonti? Después escuchaba Gismonti y me rompía la cabeza. O Piazzolla... Había una gran apertura y una música muy elaborada, super elaborada. Hace poco escuché las cosas viejas de King Crimson y... bueno, eran muy avanzadas. Y la gente escuchaba eso. Ahora parece como algo raro, pero en ese momento era todo mucho más abierto. Eso es un poco lo que se extraña en esta época en que uno prende la radio y escucha el mismo ritmo más rápido o más lento todo el tiempo. Después empecé a ir a Jazz y Pop, ahí en la calle Chacabuco. Me conecté con músicos de jazz y comencé a escuchar cosas distintas; fue un tiempo muy fuerte. Ahí lo conocí a Leo Sujatovich y a través de él me uní a Raíces, banda con la que empecé a descubrir el candombe. Más adelante, junto a Matías González, Lucio Mazaira y Claudio Pesavento ganamos un concurso en Jazz y Pop. El premio era tocar un día durante la semana, y nos tocó compartirlo con Dino Saluzzi, en una época en que no lo conocía mucha gente. A mí me habían hablado de él, me decían que era el Gismonti argentino, qué sé yo. Me acuerdo la primera vez que lo escuché, estaba a la distancia que vos estás ahora y me partió la cabeza. Lo veía abrir el bandoneón con una energía y pensaba "como me gustaría tocar con este tipo, pero nunca voy a poder". Hasta que un día Dino nos invitó a ir a la casa y terminamos tocando con él. Éramos Matías, Lucio, Dino y yo. Al principio también tocaba Juan Barrueco, había dos guitarras. Juan hacía las partes jazzeras y yo las roqueras, después Lito (Epumer) reemplazó a Juan. Era todo muy loco, una música diferente.

Nadie es Saluzzi en su tierra

Geranio - ¿El encuentro con Saluzzi fue decisivo en tu orientación hacia una música de raiz latinoamericana o rioplatense?

Quique Sinesi - Totalmente. Sí. Fue un antes y un después. Al principio yo todavía no era consciente de lo que pasaba. Más adelante, en el '82, Dino armó otro grupo en el que tocaba Matías (González), Horacio López y yo, el cuarteto. Ese fue el momento en que yo empecé a despertarme. Y a todos nos pasó lo mismo; a Matías y Horacio también.

Geranio - El cuarteto grabó esos dos discos (Vivencias I y II) lanzados por la RCA que son extraordinarios.

Quique Sinesi - Sí. Y te digo que para mí lo más grosso no está grabado, que es lo que hicimos afuera, los festivales y eso. Los discos se grabaron después, cuando el grupo no estaba funcionando bien. Es una lástima. A Dino siempre le costó mucho grabar en el momento en que estaba todo funcionando. Además, antes de la gira por Alemania, nosotros estábamos tocando en un ciclo de diez días en La Trastienda y mucha gente no entendía que quería hacer Dino con la música. Iba muy poca gente y aparecía esa cosa que se genera cuando no hay respuesta ¿estará bien lo que hago? ¿Estará mal? El medio influye mucho ¿no? Ahora, llegamos a Europa y fue increíble. Sonaba otra música. Yo ahí me desperté, me di cuenta de lo que pasa acá. No quiero ponerme en mala onda pero es como empujar una pared, ¿viste? cuesta mucho, no la movés así nomás una pared.

Geranio - Yo recuerdo haber ido a ver el cuarteto de Saluzzi en los '80 y el público no superaba las diez personas...

Quique Sinesi - ...O no había nadie. Yo toqué algunas veces, con Dino, en las que no había nadie. Una vez no había nadie, me acuerdo...

Geranio - Mientras Saluzzi estaba en la Argentina, era casi milagroso encontrar un disco suyo en las bateas. Ahora, desde que graba para ECM, su obra está en todos los exhibidores y la gente habla de él...

Quique Sinesi - ...Si, la gente habla. Pero, es lo mismo que pasaba con Piazzolla. Se tenía que ir afuera a tocar. Todo el mundo lo conocía pero no podía tocar más de cuatro o cinco veces por año en Buenos Aires. Es una lástima. Porque lo que pasa con esos músicos es que al ser cada vez más reconocidos afuera, cuando ven la diferencia, que en un lugar te tratan tan bien... Y te escuchan, porque primero te escuchan, no te reconocen porque sí. Y si tenés peso te pasa como a Dino que se le acercó Manfred Eicher y le dijo: quiero que grabes en mi sello. Y Dino no sabía ni quien era Eicher, ni escuchaba los discos de ECM; no entendía nada, ¡ni lo que le decía el tipo! Ahora, lo que pasa es que cuando un artista siente esa gran diferencia, no puede tocar en un bolichito para diez personas porque es perjudicial. Te hace mal. Hay que tener muchas ganas ¿viste? Da un poco de pena, porque necesitamos escuchar a estos tipos grossos, y escucharlos bien, con buen sonido. Nos hace falta. A mí me da bronca tener que ver los conciertos más importantes de Piazzolla, la música más revolucionaria, en videos, siempre presentada afuera.

Abriendo el cielo

Quique SinesiGeranio - ¿Cielo Abierto es tu primer trabajo solista?

Quique Sinesi - En su momento yo hice otro trabajo llamado "Música para guitarras" que era una edición en cassette acompañada de un libro. Si bien salió como una edición didáctica, sintetizaba un poco lo que yo venía haciendo, incluso hay cosas que hago que tienen que ver con eso. "Cielo Abierto" fue el primero pensado como un disco.

Geranio - ¿Preparás conceptualmente el álbum, o simplemente reunís las composiciones que más te gustan de los últimos tiempos? ¿Que criterio usás?

Quique Sinesi - Mirá, en eso todavía estoy como buscando; estoy estudiando la mejor forma de hacerlo. A "Cielo Abierto" me costó un poco armarlo porque había temas de otra época que yo quería poner... Traté, primero, que sea un sonido acústico y aproveche las opiniones de amigos músicos y gente cercana. Por otro lado, quise mantener la línea de música de acá, salvo algún tema que no tiene nada que ver, porque también me gusta que halla algo de ningún lugar en especial. Pero lo demás tiene siempre "aire" de algo. Hay dos tangos que por ahí no tienen mucho que ver con el resto pero tenía ganas de incluirlos. Me gustaría poder grabar un disco de tango solo. En realidad me gustaría grabar muchos discos. Como no tengo la oportunidad de grabar mucho, necesito buscar la forma de incluir distintas cosas.

Geranio - ¿Además del proceso creativo, a vos como músico te interesa la repercusión que pueda tener tu obra en el público?

Quique Sinesi - Sinceramente, no. Te digo la verdad. En ningún momento lo pensé siquiera. Traté que me guste a mí. Por eso es una suerte haber conocido a Litto (Nebbia). Él me tiene total confianza y puedo grabar lo que quiero.

Geranio - ¿Litto hace la producción artística del disco? ¿Ven juntos el material o te da libertad a vos para decidir?

Quique Sinesi - Siempre fue muy fluida la cosa. Yo grabo los temas, se los doy terminados y el los escucha. Por ahí me da una idea del orden de los temas en el disco. Incluso, la compaginación de "Cielo Abierto" la hice yo. Litto me hizo algunas sugerencias, con que tema empezar, esas cosas. Es muy buena la relación.

Geranio - Sos muy afortunado porque aún existen productores con grandes prejuicios hacia la música instrumental solista. Amparados en un supuesto conocimiento del mercado y con la intención de ampliar su comercialización, han destruido una buena cantidad de obras edulcorándolas con arreglos innecesarios, desnaturalizando el producto original.

Quique Sinesi - Sí. A veces lo que pasa es que cuando entrás a grabar querés meter todo, porque hace como cinco años que no grabás. Yo en "Cielo Abierto" estuve a punto de meter guitarra midi y cosas así. Después le di bola a un amigo, Oscar Taberniso, que me dijo: tocá acústico. Y tenía razón, por eso te digo que estoy aprendiendo ¿no?, a darle bola a la estética del disco. Eso es lo que vos escuchas en tipos como Pat Metheny o cualquier disco de ECM, hay una estética definida, no vas a escuchar cualquier cosa.

Geranio - ¿Faltan productores artísticos en la Argentina?

Quique Sinesi - En este tipo de música sí. Y hacen falta. Yo creo que estamos nuevos en la cosa de grabar y editar discos de música instrumental. De a poco se va mejorando, pero es nuevo todavía. Yo creo que recién está tomando forma esto. Está surgiendo algo nuevo. Quizás necesite un poco de tiempo, pero está pasando. Lo que tiene que pasar, lo más importante, es que no nos subestimemos; que le demos oportunidades a lo nuestro. Hay mucha gente haciendo cosas, y gracias a esa gente uno ve otras cosas. Yo estoy muy agradecido por haber hecho lo que hice a la edad que tengo. Y lo que hice es gracias a que hay gente sensible por ahí, como Litto, o Trezzini, el flaco que me hizo las guitarras. Me las ofreció generosamente en un momento en que yo no tenía guita para pagarlas. Para mí todas estas cosas son importantes. Yo sé que está todo en contra, pero también hay tipos que están ahí, locos como uno, mucha gente optimista, que ve otra realidad que la que te venden.

Geranio - ¿Cuales son tus proyectos?

Quique Sinesi - En lo que más metido estoy es en tocar solo. Estuve en el interior, en Tucumán y en Puerto Madrin, y quiero seguir haciéndolo. El público es muy sensible y recibió muy bien la música. Algunos van por curiosidad, pero la mayoría conoce mucho de música y tienen una gran avidez por escuchar. Estoy muy contento con esa experiencia. Hay un proyecto para tocar en Europa, en Inglaterra y Alemania, como solista en concierto, tocando distintas guitarras, charango y también con percusión. Hay actuaciones programadas junto a Silvia Iriondo en España y recitales en Suecia y Alemania, en dúo con el bandoneonísta Gustavo Paglia. Estoy muy entusiasmado con esto. Además estoy tocando en trío con el "mono" Hurtado y Marcelo García y preparando un CD de Alfombra Mágica que va a tener música nueva y material de los tres discos de Alfombra ya editados.

Geranio - ¿Y tu nuevo disco?

Quique Sinesi - Es un compilado en CD que sale en Abril. Tiene un par de temas hechos con César Franov hace un tiempo, cosas de "Música para guitarras", la mayor parte de "Cielo Abierto", que originalmente había salido en cassette, y media hora de música nueva.

Geranio - Recientemente editaste uno grabado en vivo en "El Subsuelo" ¿no?

Quique Sinesi - En "El Subsuelo" me di el gusto de tocar con un montón de gente y algunas de esas cosas quedaron grabadas. Toqué con el "Mono" Hurtado en contrabajo, el negro Aguirre (Carlos) en piano, Horacio López y Judith De León en tumbadoras. Hay muchos candombes, por lo menos tres. Grabamos también cosas a dúo con Moguilevsky, que es un músico impresionante, en vientos. Una improvisación a dúo con un baterista, Juan Carlos Martello, un tipo muy interesante, de Morón. Esa gente que no la conoce nadie pero tienen una creatividad que no se puede creer; que si vivieran afuera estarían tocando en todos los festivales de jazz. Toqué además con Marcelo Garcia...

Geranio - ¿Volviste a lo eléctrico en esta ocasión?

Quique Sinesi - Yo toco todo acústico, pero hay cosas eléctricas en concepto y en formación, con teclados y esas cosas.

Geranio - En Argentina ¿Existe un referencial en la guitarra? Alguien del que se pueda decir: "éste"

Quique Sinesi - Para mí hay grandes guitarristas. Muy buenos. Hay tantos y de tan buen nivel...

Geranio - Te lo preguntaba en el sentido de un acervo, como en los EEUU pueden ser Charlie Christian o Wes Montgomery.

Quique Sinesi - A mi Grela me mató. Yo lo escuché por primera vez en el '84. Compré un cassette en oferta: "Nuevas Creaciones, Roberto Grela" Lo puse y me quede loco. Lo escuché hasta el final y cuando terminó fui a la guía, busqué el nombre y lo llamé por teléfono. Al principio el tipo no entendía nada. Yo lo llame porque quería aprender a tocar con él. Y él me dijo que no sabía nada, que no daba clases ni sabía de música, "Yo aprendí escuchando las grandes orquestas" me dijo. Para mí, Grela es un referencial. De la guitarra en el tango, por lo menos.

La paz acústica

Quique Sinesi<Geranio - ¿Que diferencias encontrás entre la guitarra acústica y eléctrica? Subjetivas claro...

Quique Sinesi - En este momento tengo una relación más importante con la acústica. En realidad siempre la tuve...

Geranio - Desde la guitarra del viejo...

Quique Sinesi - Sí. Siempre. Hay una relación más directa con el instrumento, tiene una cosa envolvente y se toca con dedos. Hay un contacto más fuerte. Con la eléctrica dependés mucho de la tecnología y del equipo y lo más importante pasa a ser lo que sale por los parlantes. Me gustó usarla en el CD de "Raíces" y también en las cosas que hice con el quinteto de Pablo Ziegler. En esas músicas hay mucha polenta y hace falta. La eléctrica sirve para cantar melodías y tocar notas largas. Tiene otras posibilidades. Es un color, aunque a mí me limita un poco. No es una cuestión técnica sino de sensibilidad. Cuando empecé yo tocaba eléctrica, un millón de notas ¿viste? estaba en esa. Después conocí a Dino y me decía: "no pibe, toca una nota nada más". Y ahí empecé para atrás, a tocar menos.

Geranio - Tocar poco sugiriendo más...

Quique Sinesi - Por lo menos buscar ahí adentro. Una nota no es solamente una nota. Es otra cosa la que tiene que pasar.

Geranio - Parece que aún se confunde la rapidez y lo estrictamente técnico con el virtuosismo. ¿Tocarse "todo" sigue teniendo mucho prestigio?

Quique Sinesi - Y sí. Es lo que más atrae. Yo también lo hacía al principio. Quería tocar rapidísimo. Y está bien poder hacerlo. Pero lo difícil es tocar poco y estar ahí. A mí me pasa cuando toco solo. Hay como un vértigo. Tocás una nota y sentís un vacío, como si hubiera que tocar más, llenar más. Y es una ilusión eso. Porque lo bueno es poder disfrutar de tocar una nota y estar ahí tranquilo. Eso es algo que me pegó de Jim Hall en sus seminarios, en los que él tocaba dos notas y no le importaba nada más, eran esas dos notas.

Geranio - Parece un rasgo característico de los grandes darle igual importancia a lo explícito y a lo sugerido, al valor de la nota...

Quique Sinesi - ...o al vacío y el silencio. Sí. Totalmente. Lo más importante es llegar a tener paz cuando uno está tocando y no preocuparte por lo que van a pensar; o si quieren que toques mucho. Primero hay que buscar el silencio adentro. Ahí está la cosa. Recién ahí va a ser real ese silencio; cuando sos capaz de escucharlo en vos.

Geranio - ¿El desarrollo de un músico en su aspecto humano está ligado a su crecimiento como artista?

Quique Sinesi - Sí, claro. La música es un medio, y va a expresar lo que vos sos. Yo no encuentro esto solamente en la música. Medito y estoy en una búsqueda personal desde hace varios años.

Geranio - ¿Estos descubrimientos en materia musical de los que hablabas antes, son coherentes con ese desarrollo?

Quique Sinesi - Mirá, cuando va pasando el tiempo más cuenta te das. Antes me lo decía Dino y yo lo hacía pero desde afuera. A medida que vas creciendo te vas dando cuenta que muchas cosas que creías importantes no lo son. Yo ahora me permito cosas que antes no hubiera hecho, como tocar solo, o improvisar todo sin ninguna pauta y no preocuparme por si soy aprobado o no. Estoy interesado en que me guste a mí. Y no me importa nada ¿sabés?, no me importa... Para ganar plata haré otras cosas, pero tengo clarísimo lo que quiero. Y eso te da otra paz.

Geranio - En las décadas del '60 y '70, e incluso a principios de los '80, la música solía representar ciertos valores o ir asociada a experiencias mas o menos trascendentes. ¿Cómo ves la música en estos pragmáticos años '00?

Quique Sinesi - Yo sigo viendo dos músicas. La música del corazón, y la que apunta a otras cosas. La música del corazón no admite especulaciones. La música que a mí me interesa es la que despierta algo. Que una música me emocione no es cosa de todos los días. Es mucho pedir ¿no? pero a veces pasa y para mí es lo más. Recuerdo una vez que estaba muy triste y mientras caminaba escuchaba a Keith Jarrett en los walkman. De repente empezó un tema y... me voló, me cambió todo, me puso en otro lugar. Quiero decir que en la música hay un poder, una energía muy poderosa. Cuando pasa esa magia ya está ¿qué más se puede pedir?

Geranio - Bueno Quique, probablemente quería hablar de algo que no te pregunté...

Quique Sinesi - No sé, hablamos tanto. Hacía mucho que no hablaba tanto...

Fotografías: http://www.quique-sinesi.com/