jueves, octubre 20, 2005

Chasin' The Trane. John Coltrane en libros.

"Qué le gustaría ser de aquí a diez años" preguntó el periodista.
Sin hesitar le respondió: "Me gustaría ser santo"


La oblicua fotografía en blanco y negro desnuda una mirada perdida quién sabe en que universo ("A partir de 1962 o ‘63 no recuerdo ninguna foto suya en la que este sonriendo", dijo alguna vez Joachim Berendt). Los naranjas y rojos de las letras que la circundan parecen ilustrar la opinión de aquel saxofonista japonés que en un párrafo del libro se refiere al sonido de Coltrane como "fuego liquido". Así, el simplísimo arte de la portada pone de manifiesto, simbólicamente, el fascinante mundo que rodea a John Coltrane: la contundente certeza de su música; lo enigmatico de su imponente figura.

Aproximarse a este libro equivale a irrumpir en dos clásicos al mismo tiempo. Por un lado el de un saxofonista mítico, un hombre que revoluciono la música contemporánea y es referencial básico para cualquier aproximación al jazz moderno. Por el otro, el de una biografía que, habiendo visto la luz por primera vez en 1975 y a través de innumerables reediciones, sigue siendo uno de los mejores retratos de la obra y la vida —si es posible separarlas— de este creador extraordinario.

J.C.Thomas reconstruye cronológicamente el paso de Trane por esta tierra, a través de un relato preciso y ameno al mismo tiempo, que pasa por alto las trivialidades típicas de las biografías, para profundizar especialmente en aquello que es substancial para comprender su intensa personalidad y el desarrollo evolutivo de su arte.

La narración va acompañada de innumerables citas y testimonios de personas que tuvieron un rol importante en la vida de Coltrane; desde amigos de su infancia hasta sus distintas esposas, pasando por músicos que lo acompañaron en los distintos proyectos y agrupaciones que lo tuvieron como protagonista. La inclusión de este material aporta una enorme riqueza documental, reforzando el texto central de la obra mediante la palabra viva de personajes tan interesantes como el pianista Bill Evans, con quien compartió el sexteto de Miles Davis en el disco Kind of Blue, el baterista Elvin Jones, miembro del cuarteto de Coltrane desde 1960 hasta 1966, los saxofonistas Dewey Redman y Rahsaan Roland Kirk o el compositor frances Michel Legrand por nombrar solo algunos.

El aspecto místico implícito en la labor creativa de "Trane" adquiere, en boca de sus coetáneos, ribetes reveladores: "Una vez, escuchando Ascension, ingresé en una especie de trance y me vi a mí mismo volando sobre África. Yo podía sentir el espíritu del continente entero y su pulsación, bullendo de vida. Podía escuchar la música Africana y la de Coltrane simultáneamente. Pero no podía ver a la gente; solo la jungla y las sabanas, aun cuando no me separaban del suelo más que 15 metros. Fue la música de John Coltrane la que me guió hasta allí; como si él mismo me llevara de la mano" cuenta el guitarrista John McLaughlin.

Sin eludirlos, el autor aborda los aspectos sombríos del autor de Resolution con sobriedad, sin detenerse anecdóticamente en ellos ni enfatizarlos, sino contextualizándolos en una dimensión humana cuyo eje estaba determinado por el cambio y la experimentación permanente. Para ello, Thomas elige conservar una saludable distancia del texto, sin emitir opiniones personales ni comprometerse emocionalmente con él. Es interesante observar el inteligente equilibrio que mantiene a lo largo de las páginas; un delicioso juego en el que detrás de la objetividad periodística puede advertirse la subjetividad que opera como motor del trabajo.

El libro contiene 16 páginas de fotografías y documentos gráficos, además de una completísima discografía (117 trabajos entre sus obras como sesionista, en colaboración y al frente de sus propias agrupaciones). Su estilo narrativo es simple, permitiendo una rápida asimilación del texto incluso a aquellas personas que no posean un perfecto dominio del inglés.

Chasin' the Trane es un documento imprescindible. Una herramienta necesaria para el delicado ejercicio que supone aproximarse a John Coltrane. Sencillamente, uno de los mejores músicos populares de este siglo.


Chasin' the Trane. The music and mystique of John Coltrane. Por J.C.Thomas, Da Capo Press, New York, 252 páginas (en inglés)

“World Music”. O de como la música del mundo produce mucho dinero en la nueva era.

Desde hace algunos años, el mercado discográfico norteamericano viene satisfaciendo su avieso interés en clasificar, rotular y empaquetar (sobre todo eso, empaquetar) mediante la creación de “géneros” musicales supuestamente nuevos. Algunos de estos nuevos compartimentos en las bateas son: Alternative Music, New Age Music y World Music.

Generalizando un poco, podríamos decir que aquél de más allá sirve para designar a los que, aún proveniendo del rock, conocen algunos ritmos más que el 4x4, escriben letras interesantes y son más o menos independientes en sus producciones; el del medio es usado para etiquetar a los amantes de la espiritualidad tipo sahumerio o “salve su alma que el mundo se parte” y el de más acá para embolsar toda aquella música empeñada en mezclar, fusionar o, en el mejor de los casos integrar, los sonidos de la cultura occidental —al norte del hemisferio— con los de grupos étnicos o regionales. Demás está decir que no hay novedad alguna en estas tendencias, y grupos como Los Beatles (por poner un ejemplo conocido por todos) recorrieron cada uno de esos territorios sin que nadie pensara jamás que estaban haciendo otra cosa que buena música.

El panorama de la New Age es uno de los más confusos y es habitual encontrar en las parcelas de este “nuevo” género desde grabaciones de Corales Lamaistas hasta discos de Canto Gregoriano, es decir, tradiciones musicales que tienen entre quinientos y dos mil años de antiguedad. Las fronteras de esta Nueva Era, además, suelen ser lábiles y junto a esos somníferos artistas creados para responder a las necesidades del mercado (remedios para el estrés, la angustia y el insomnio) podemos encontrar algunos trabajos inspirados en músicas étnicas rituales como las danzas chamánicas, por ejemplo. En su desesperación por encontrar las claves para una civilización agónica y vacilante, estos arribistas del espíritu vuelcan la mirada hacia culturas a las que ellos mismos han puesto al borde de la extinción, en una suerte de patético mea culpa ecologista. Así, esta música es apenas un paliativo, un accesorio “occidentocéntrico” al servicio del ego, sin ningún atisbo de búsqueda sincera o inquietud artística.

Claro que este no es un alegato nihilista, y más alla de las estrategias de marketing y las manías por compartimentar está la música auténtica; esa que evade los bolsillos, calienta los corazones e ilumina las conciencias.

Dentro de la World Music las cosas son un poco más alentadoras, ya que si bien hay productos que hacen fruncir la nariz, existe una mayoría abrumadora de creaciones serias y lo único que se ha hecho es enrolar bajo el mismo nombre obras que se venían concretando independientemente de un rótulo que las abarque.

Integrar estilos y tradiciones musicales separados en algunos casos por siglos de evolución no es una tarea sencilla. Las músicas de los pueblos son parte integrante de sus cosmogonías; de sistemas de pensamientos que prefiguran la realidad, el mundo y el modo de habitarlo. “Real World”, el nombre elegido por Peter Gabriel para su sello discográfico es, en este sentido, casi una declaración de principios. No se trata solamente de ejercitar el exotismo, rescatando las tareas creativas de algunos pocos “iluminados” que habitan el tercer mundo, sino de restablecer el nexo entre las distintas experiencias que dignifican la creación musical humana. Generar un vínculo genuino entre las diversas realidades sonoras que pueblan esta tierra requiere de algo más que conocimientos e inquietudes musicales. La mayoría de las aproximaciones que occidente ha iniciado con el resto del mundo han sido, o bien paternalistas —una especie de conservacionismo étnico— o bien tendientes a usufructuar ese tesoro ancestral que nuestra devastadora cultura a reducido a su mínima expresión, para luego arrogarse su “descubrimiento”. Más allá de sus innegables logros musicales, muchas de las obras de Paul Simon responden a este signo. Un intercambio legítimo se constituye desde el acercamiento paulatino y sincero. Una actitud humilde y reverencial hacia las manifestaciones musicales de cualquier cultura ajena a nuestra realidad inmediata, suele despertar naturalmente ese mutuo respeto que garantiza una entrega reciproca, elemento primordial en la creación de una música “real” y consistente.

Una prueba de esto son los encuentros espontáneos entre músicos de distintas tendencias y nacionalidades, que han dado siempre resultados superiores —artísticamente hablando— a los logrados por las grandes producciones tendientes a generar material ad hoc para engrosar los catálogos.

Pero no solo de encuentros culturales se trata ya que también los artistas regionales están ahora en la vidriera de la aldea global. Músicos con una obra enraizada en sus tradiciones musicales; concebida, arreglada e interpretada por coterráneos en su propia tierra, han encontrado una franja de mercado que les permite ampliar la difusión de su dignísimo trabajo. Mal que nos pese (ya que el grueso dinero obtenido por las compañias retornará magramente a sus legítimos acreedores) es justo reconocer que a partir de la creación —en cada sello— de departamentos especializados en esta música, una enorme cantidad de público puede conocer a creadores geniales que, de otro modo, quedarían acaparados por la inocente avaricia de melómanos inquietos, musicólogos e incansables exploradores de lo desconocido. Afortunadamente, los sellos con producción independiente —como el del ya citado ex-Génesis— utilizan solamente la distribución de las grandes compañias, y al contar con una estructura de tipo cooperativo garantizan a los músicos una más justa redistribución de los ingresos.

Dino Saluzzi Trío en Buenos Aires

Un Profeta en el Astral

Al comienzo de un documental llamado "Filming Othello", el cineasta Orson Welles afirmaba que "Una buena película es musical. Tiene movimiento, estructura rítmica, armonía, contrapunto. Un film no es perfecto hasta que no es musicalmente perfecto". Analógicamente hablando, la música podría verse también como una película en la cual los distintos elementos que la componen podrían "editarse" en una sola composición cuyo flujo narrativo sea tan perfecto que no evidencie costuras.

Auditiva y emocionalmente, la música de Dino Saluzzi encaja de maravillas en esta imagen, ya que la fuente heterogénea que nutre sus composiciones puede apreciarse fluyendo en el aroma del conjunto, pero nunca aislarse en referenciales fijos o convencionales.

Coincidiendo con las palabras incluidas en el programa del concierto, podríamos afirmar que Saluzzi ha estado siempre más interesado en el desarrollo de un sonido que en el de un estilo. Es por eso que su música privilegia la reunión de elementos expresivos antes que formales. Su lenguaje es, por así decirlo, pre-verbal. En Saluzzi, lo ancestral y lo biográfico devienen sonido, es decir, balbuceo, grito, furia o silencio. No hay alusiones paisajistas ni genéricas en su obra. No se refugia estructuralmente en un género ni procura desarrollarlo. Su búsqueda atañe a las fuentes mismas del sonido, creando un contexto donde la música —su música— expresa lo universal sin perder identidad. Saluzzi es inequívocamente argentino. Pero esta argentinidad no surge vulgarmente de sus composiciones ni del sonido de su bandoneón —emblemático instrumento tanguero que en sus manos evolucionó hacia dimensiones propias e insospechadas.

Una música con tal variedad de elementos consustanciales no puede eludir la transformación permanente. Es por eso que Cité de la Musique, el último trabajo de Dino Saluzzi para el sello ECM, refleja claramente este tránsito.

Con su presentación en mente y la misma formación que participó del registro discográfico —Saluzzi en bandoneón, José Saluzzi (hijo de Dino) en guitarra acústica y Marc Johnson en contrabajo— el trío desembarcó en Buenos Aires en noviembre, poco más de un año después de la última visita del salteño a la Argentina.

Aunque es frecuente que la música en vivo goce de mayor temperatura que la de estudio, en Saluzzi este contraste es muy pronunciado. Todo lo que habitualmente es considerado extramusical —su irradiante presencia en el escenario, su elocuente gestualidad, su acecho permanente hacia cuanto pasa a su alrededor— confluye magistralmente en sus conciertos, gestando un ambiente sensible y exigente al mismo tiempo; una suerte de ritual solemne —por las fuerzas que se conjuran— pero descontraído. En este marco, el espesor "climático" que puebla algunos pasajes de su música actual —esa densidad armónica que a mucha gente aburre— gana una emotividad que arruga el corazón e impide caer en el letargo. Del mismo modo, los momentos de mayor descarga expresiva se encienden con una intensidad arrasadora de la que poca cuenta dan sus discos.

Improvisando en vivo, Saluzzi es absolutamente increíble, una caja de sorpresas en donde el toque sutil y espaciado convive armónicamente con las vertiginosas ráfagas que emergen súbitamente de sus fraseos. Más que a un bandoneonista, Saluzzi se asemeja a una especie de ventrilocuo surreal. Su instrumento habla, conversa, gime y solloza, cuenta historias remotas en un lenguaje casi literario, en donde lo drámatico se interrumpe, respira y sigue su curso, conmueve pero no atropella. A sus composiciones más recientes, en cambio, la entrega y energía del concierto no les alcanza para mantener el mismo nivel de excelencia que sus solos. Algunas son brillantes y tanto la melodía principal como el desarrollo armónico que sirve de base a los solistas no dejan dudas respecto a su belleza. Otras, exponen un tema de auspiciosa riqueza para languidecer luego en progresiones —obvias o insubstanciales— que no benefician a las improvisaciones ni tienen un desarrollo muy cautivante.

El nuevo trío suena excepcionalmente ajustado tanto en la calma como en la tormenta. Las líneas en unísono —de gran complejidad técnica en algunos casos— son resueltas siempre con autoridad y en general todo el material escrito es tocado con una soltura que sumada al superlativo desempeño solista de Marc Johnson y de Saluzzi padre son los puntos altos del recital. El sonido profundo y visceral del contrabajista, por ejemplo, es desplegado con la naturalidad de quien se alisa el cabello. Es realmente maravilloso poder ver a un músico de la magnitud de Johnson en vivo, desatando sus innumerables recursos con un criterio y una musicalidad ilimitados. No lo es tanto cuando se lo ve demasiado apegado a las partes, cumpliendo un rol menor en relación a sus aptitudes.

Quizás uno de los aspectos que limita un poco las potencialidades de este grupo sea su asimetría. José Saluzzi es sin duda un gran músico y muestra en todo momento ductilidad y solvencia, pero aun no parece encontrar un lenguaje propio. Su estilo tiene marcadas influencias del sonido "mediterráneo" de guitarristas como Al DiMeola y sus solos —correctos y bien tocados— muestran, no obstante, un desarrollo previsible. Todo esto, que no es un pecado hablando como estamos de un músico muy joven, enfrentado a la jerarquía de los dos monstruos con los que convive, resiente un poco las posibilidades de interacción creativa del trío. Después de presenciar la soberbia performance de Marc Johnson en el escenario, nos queda la amarga sensación de que su talento no está lo suficientemente aprovechado.

Pero más allá de la características de esta formación y de las circunstancias propias de estos conciertos, la presencia de Dino Saluzzi en Buenos Aires nos sigue confirmando que su música, esa que "apunta a expresar la inmensidad de los sentimientos", es uno de los referenciales más importantes —acaso el único— en la conquista de un sonido inobjetablemente argentino, audaz y contemporáneo que, aun bandoneón mediante, no tenga el aroma explícito del lengue o las alpargatas.

Durante el segundo y último recital del grupo, un Saluzzi feliz y radiante ironizó sobre la posibilidad de ser "profeta en su tierra" y conversó íntimamente con el público acerca del destierro, su virtual exilio y la belleza de crecer junto a otros: "la música y la amistad, verdades de fin de siglo" dijo serenamente. Al instante la lluvia, arreciando sobre el techo del teatro, sumó su complicidad con un murmullo.

Luego de dos bises, Dino cerró el concierto solo, tocando una versión litúrgica de Viene Clareando, mientras abría grandes los ojos al cielo del Astral y las luces reflejadas por los herrajes del fueye pintaban constelaciones en las paredes del escenario. La ceremonia había terminado.

Profética o no, la música de Saluzzi ha ido gestando un universo propio que afortunadamente cada día cuenta con más acólitos. Parece que estamos creciendo juntos nomás.